LA PAZ
Todos los colombianos somos iguales. La muerte de cualquiera de ellos es lamentable. El problema es que existe odio de lado y lado, y este conduce a la violencia, y esta a más violencia. Le expliqué el asunto a mi amigo Sinforoso, un hombre tranquilo y equilibrado y él me sorprendió mucho. Yo no creía lo que oía. Pero pienso que a la larga sería bueno que hubiera más Sinforosos que pensaran como él.
Sinforoso me dijo que él iba a hacer la paz. ¡Que era facilísimo! Me explicó que era llevar el terrorismo a la Plaza de Bolívar, protegido por las fuerzas armadas, ¡y ya! El terrorismo se daría cuenta entonces de cómo la paz empieza por el Estado de Derecho, que desde hace 50 años, anda torcido. Mira, ¡me dijo admirado!, es enderezarlo para que este recto, de tal modo que no se tuerza como pasó con la “silla vacía”, en El Caguán. Yo no sé, afirmaba con severidad, por qué no entendemos las cosas si todo es fácil y bello, cuando se quiere. ¿Te imaginas? Entrarían marchando los terroristas, marcando el paso como lo hace la guardia presidencial con el himno nacional. Les daríamos permiso que le pusieran a la estatua de Bolívar, un letrero que dijera: Soy comunista bolivariano, en letras pequeñas; en letras más grandes: ¡Abajo el Imperio! Y al final un letrero de agradecimiento al pueblo colombiano. Al más pobre y sufrido, claro. (El que vive mal acompañado por los terroristas).
Naturalmente es obvio que la policía encontraría minas quiebra patas alrededor del monumento de Teneranni, y un barril lleno de dinamita frente al Congreso. Afortunadamente todo fue controlado por la fuerza pública que ya sabe de antemano como son las cosas con ellos. Y esto haría que los terroristas pudieran marchar al son del Himno Nacional sin problema. Ellos reconocen que tienen malas mañas, y que esas no se quitan fácil. Hay que cambiar el ritmo, por uno que sea parecido al de la cucaracha, solo que esta ya sabe que le falta una pata para andar. ¡Semejante detalle tan baladí!
Sinforoso se despelucó entonces. Me tocó llamarlo al orden, pero él insistía en que no resistía que el ser humano, sea del Imperio o no, debe ser capaz de pensar que lo sencillo acompaña a la verdad, que todos somos iguales, que andamos de paso por aquí y que lo mejor para vivir felices, el poco tiempo que nos queda, es la paz. ¿Te parece pescado?, me dijo Sinforoso ya más calmado. Le respondí que estaba de acuerdo totalmente con él. Lo malo, terminó diciendo, es que no tengo a la señora del turbante para que me ayude… y se desplomó de una. Me agaché a socorrerlo, pero parecía muerto. No había nada que hacer. ¡Eso es lo que le pasa a la paz! Y, realmente, no sé por qué. ¡No! Realmente, si sé: ¡parece que estamos todos como Sinforoso!
En seguida que se despertó, regresamos a la tranquilidad. Y yo le advertí que debíamos legalizar la droga para lograr la paz. Y él soltó el llanto. Lloraba como Misia Escopeta cuando le dan calabazas… Le parecía que ese detalle acabaría con el negocio de los dólares. ¡Estamos en la olla! Me dijo, lleno de amargura, con un adiós de cementerio, y alzó los hombros, y cayó nuevamente de bruces. Lo enterraron al otro día. Pobre Sinforoso, sus ilusiones perdidas lo mataron.
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