Destinados a la gloria
Romanos capítulo 8, versículos 18 y siguientes. La imagen de nuestro destino es la del parto, que nos lleva a una nueva vida en Cristo. O bien el tema del bautismo que nos conduce a ser nuevas criaturas, porque hemos muerto al mundo, para resucitar con Jesús, y porque nuestra salvación es una esperanza que no se ve, porque una esperanza que se ve, no es esperanza. Por esto nuestra salvación tenemos que mirarla con paciencia. Es un trabajo diario al lado de Cristo. Él nos acompaña, pero no puede hacer más que estar al lado nuestro.
Si estamos en el Japón, antes del tsunami, lo único que puede hacer Él, es acompañarnos. El Abba Padre creó unas leyes físicas y naturales que se cumplen, no porque esté molesto con nosotros, sino porque el universo está regido por ellas, y así está dispuesto por ley natural, establecida Él.
Nuestro libre arbitrio, si somos inteligentes, es que debemos andar con Él, pues sabemos que la esperanza es un futuro, y al final de ella estará Él, si hemos seguido su camino, imitando su vida con su palabra, palabra que debe ser siempre nuestra única verdad.
Esta es la manifestación gloriosa de los hijos de Dios, que viven en su libertad, como sus hijos. Este es el Espíritu de Dios que habita en nuestros corazones.
¿A qué estamos predestinados nosotros? A ser como fue Jesús en vida. A estos, sus hijos, Dios los ama según sus planes, que consisten en hacer realidad la esperanza bienaventurada al final de nuestra vida.
La esperanza cristiana se funda entonces en que sabemos que en todas las cosas interviene Dios, para bien de los que le aman. Tomando en cuenta que nos va a ayudar en las cosas buenas y nos va a perdonar en las malas. Así pues, en la esperanza cristiana todo termina bien, porque todo termina en Dios.
La predestinación nuestra es que Jesús va sufriendo con nosotros, consciente de nuestra debilidades y fallas. Por este motivo, Él se encarna en nosotros por medio de la Eucaristía, para vivir plenamente nuestro destino. Nos perdona, pero también nos anima a ser como Él, para afrontar nuestras tragedias diarias. Con Jesús en nuestro interior, tenemos un motivo para vivir, por más que estemos con un sufrimiento máximo, como el que vivió en la Cruz. Lo repetimos, con Jesús tenemos esperanza viva. Fuera de Él, y sin fe, simplemente iremos a la tierra de donde salimos, pero no volaremos al regazo de Dios.
Sabemos además que todo contribuye al bien de los que aman a Dios. Y si Dios está con nosotros, está claro que vamos a ser salvados al final, siempre y cuando no hayamos fallado a su palabra, a su camino, a la vida en Jesús, sea cualquier nuestro destino trágico o doloroso. Todo lo supera nuestra constancia o perseverancia en Jesús.
San Pablo dice al final (Romanos 8, 31): “Ante esto ¿qué diremos? Si Dios está por nosotros, ¿quién contra nosotros?
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