lunes, 5 de diciembre de 2011

CUENTOS CORTOS # 27


LA VIDA PASAJERA

Ayer asistí a mi propio funeral. Estaban todos mis parientes y mis amigos del ancianato.  Muchas personas mandaron flores para no ir, porque era festivo. El cajón era de color oscuro. Y me extrañé de ver al cura echándole agua bendita con la mano temblorosa. No sé, pero me pareció que estaba espantando al diablo.
Posé mis ojos sobre todos los presentes, y me admiré. Era la primera vez que era el centro de la fiesta. Siempre fui gris, y no despertaba ninguna mirada como ahora. Hasta oí comentarios que jamás había oído. Nunca imaginé que los conceptos sobre mí, fueran positivos, porque en un 90% todos eran ni fu ni fa.
Claro, a muy pocas personas yo les hacía falta, a muchas les daba la ceremonia lo mismo que nada. La mayoría cumplían el rito, como algún cura señaló a un confesante que se paró del confesionario después de decir sus pecados, pasó la calle, y siguió en lo mismo. Era parecido, no había en el interior más que lo mismo del devenir cotidiano, más de rutina que otra cosa. La generalidad, por eso pensaba que este que se fue, no dejó nada. ¡Qué cosa! Era pobre y vivía en un ancianato de caridad ¡Qué horror! ¡Nada y cero es lo mismo!
Después de que entraron el cajón al hueco, me pareció sorprendente que me estuvieran poniendo una señal, para poner la lápida con los datos. Habían escrito mi nombre con “h”, pero pensé que era necesario, para no perder el rastro  entre tantas tumbas. Me quedé solo en un momento. Sin embargo, al desaparecer todos los asistentes a la ceremonia, se vinieron los floristas del cementerio a recoger las flores para llevarlas a su negocio. ¡Que cosa! Siempre lo ajeno tiene un atractivo especial en nuestro medio.
Pasaron los años, y regresé. Mi memoria en los demás se había cambiado por otros tantos que habían desaparecido. Cuando hablaban de mi familia, el único recuerdo mío era el hijo número tal, y el año en que fueron desapareciendo todos nacidos a comienzos del Siglo XX. ¡Qué cosa! ¡No quedó nadie vivo!
Me dí un paseo por todos los sitios que frecuentaba, y todos habían cambiado algo. Ya no era lo mismo. Nuevos edificios y casas. Hasta los vehículos eran diferentes, cada año les habían hecho modificaciones sutiles para aumentar las ventas. Pasó la niña que salía a caminar con su mascota, hecha una beldad. Todo el personal donde me tomaba un tinto, estaba nuevo. Pienso que si volviera a vivir, nadie me reconocería.
Esto fue a los pocos años de irme. Creo que cuando se cumplan los 50 años de mi defunción, absolutamente nadie tendrá un recuerdo de mi. Es probable que ni siquiera un retrato mío entre mis conocidos. Y luego que fui de nuevo al cementerio, mi restos eran un poco de polvo, entre los que se distinguían mi huesos blancos, esparcidos entre la tierra. 
Me devolví cabizbajo por donde vine. En realidad tenía la sensación que no había pasado nada. Todo, absolutamente todo se desapareció de la memoria. Mi pregunta interior me sorprendió: ¿Qué hice? ¿Qué dejé? ¡Hummm! Nada…nada, ¡qué vaina!
Alguien me tocó el hombro, me volví y era el padre Rodríguez, el eudista de la parroquia, que había seguido mis pasos, luego de morir hacía un tiempo, como yo. “Su muerte es un gran alivio”, me dijo con una sonrisa. “Precisamente al verificar usted mismo, que la vida es pasajera, es un soplo que pasa, y pasa para todos los seres humanos.”  Le comenté que había sentido que mi vida fue igual a eso, una soplo, mejor dicho nada. Me dijo que depende: “Si has vivido siempre afuera de ti, fuiste como un mosco, y no más. Te mueres y regresas a la tierra, y ya. Pero si has entrado en tu interior la cosa cambia. Entonces eres espíritu, y por ello, trasciendes a una nueva vida. Sin espacio, sin tiempo. Sin las limitaciones humanas.” Padre… le dije admirado. ¡Usted me salvó la vida!

No hay comentarios:

Publicar un comentario