LA CUMBRE
Me encontraba perdido en la calle, cuando un vieja octogenaria me llamó por mi nombre. Ni idea quién era. No la reconocí, pero luego de que se presentó, se trataba de una mujer guapísima que participó en el reinado de belleza de Cartagena, hace varias décadas.
¡No lo podía creer! ¡Semejante esperpento! Oculté en seguida mi sorpresa, y la saludé con el: “Hace rato no te veía”, y luego con el: “Sigues tan bonita como siempre”. Y terminé con la disculpa rola: “No nos volvimos a ver, porque no te dejaste ver para atenderte”. Caminamos un trecho largo diciendo pendejadas, hasta que surgió el tema de “La Cumbre”.
Había ocurrido en Cartagena del 9 al 15 de abril del 2012, y habían concurrido a ella como 30 presidentes americanos. Ella estaba feliz con lo ocurrido. Y su comentario de fondo fue que lo más importante fue haber visto a Shakira cantando el himno nacional, y a la niña de 10 años, que entró a la cumbre saltando, dando giros y llevando en la mano el colibrí, que fue el símbolo de la reunión, para decirles a los presidentes lo importante de lograr que América esté unida.
Luego discutimos acaloradamente, ya que no era partidaria, como Obama, de legalizar la droga. Ella sostenía que el consumidor no tenía la culpa. El drogado está drogado sin culpa, ya que se ha transformado en enfermedad. ¡Imagínate!, me dijo, el problema se convierte en un problema de salud pública. ¡Ya se sale de las manos!
Yo le hice ver que el drogado, antes de estar drogado, tiene que haberse dado cuenta del asunto, tanto con problemas para él, como para su familia y la sociedad. Ella, ante esto fue muy clara: “No tiene la culpa porque está drogado”. ¡Pobrecito! En eso Obama tiene razón.
Le propuse entonces pasar el tema de problema de salud pública, a la necesidad de hacer efectiva la cultura educativa de todo el mundo y del joven, especialmente. ¡Qué va! ¡No sea chinche! Me respondió con cuatro piedras en la mano. ¡Eso nace con uno! Nadie se resiste a un clorhidrato de cocaína. ¡Es superior a las fuerzas que uno tenga! Me hizo ver de mil maneras los tropiezos que ha tenido con los nietos y los biznietos frente a la droga. No vale decirles… y cuando ya no se puede hacer nada, entonces lo que queda es un tratamiento médico que sirve para una temporada, antes de volver a empezar a hacer lo mismo de siempre. ¿Será que Dios nos abandonó?, le pregunté. Y ella, de una buena vez me dijo que Dios era en esto detestable. Tiene todo el poder para arreglar el lío y no lo hace. Es omiso, y creo que no le importa nada el problema.
Me tocó proponerle un tema diferente, a ver si lograba que Dios no fuera un tipo tan detestable. ¿No te parece que la Pascua que acaba de pasar, contradice tu idea de hacer de Dios una persona omisa, indolente? Me miró con picardía: “¡Ya sé lo que vas a decir!”, me respondió y se calló como si hubiera bajado sobre ella el telón de boca del Teatro Colón.
Luego de un minuto de silencio, le pregunté como quién no quiera la cosa: ¿Sabes que es un telón de boca? De qué me estas hablando, me dijo asustada. Y le conté, un telón de boca es una pieza de tela o papel pintado situada normalmente en la boca de la escena, (de ahí su nombre), y que sirve para esconder, antes de la representación, lo que hay dentro del escenario. Sube y baja, o bien se abre por en medio hacia los lados. ¿Qué sugieres? Me respondió mirándome con mucha rabia, ¿cuál es el jueguito pendejo que me propones?
Es fácil, le hice ver, ahora que estuve en el festival de teatro de Bogotá, descubrí que detrás del telón tiene uno la explicación a muchas cosas. Empezando porque Dios está ahí, pero no se ve. La puesta en escena, sin embargo, lo lleva uno a pensar que el ser humano es libre, y es responsable de cómo actúa, y Dios mira la actuación sin intervenir. Es cuando falla algo, que el director de escena le hace ver al actor la urgencia de sintonizarse con Dios para lograr el arte histriónico. Ella puso cara de idiota. ¡Claro!, me endilgas el problema porque no miro al director de escena. ¡Claro!, como dices, en eso radica el problema. Es el actor el detestable… ¡claro! Dejó de caminar. Me miró de soslayo, y parecía decirme con los ojos: idiota, ¿por qué no te vas para el carajo? Y así lo hice.
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