Judíos y gentiles reconciliados entre sí y con Dios
Efesios 2, 11-13. Son tres versículos con mucho contenido, en cuanto a la historia de la salvación. Y decimos históricamente porque hasta San Pablo, el apóstol de los gentiles, era necesario ser circuncidado y ser judío, para salvarse. Ahora no, como vemos en el versículo 11: ”Así que, recordad cómo en otro tiempo vosotros, los gentiles según la carne, llamados incircuncisos, estabais a la sazón lejos de Cristo.” Y San Pablo afirma que ahora por su pasión y muerte estaban en igualdad, como lo está todo el mundo. Por gracia de la sangre de Jesús, todos los humanos estamos salvados. Sólo falta creer y tener la vivencia con sus palabras, cuando dijo: “Yo soy el camino, la verdad y la vida.” Ahora todos somos iguales. Inclusive, 2000 años después, en el Vaticano Primero, se decía: “Fuera de la iglesia no hay salvación.” En el Vaticano Segundo, se corrigió. Basta que la persona crea en Jesús, y por los mérito de su sangre, puede salvarse.
La sangre tiene el significado de la pasión y muerte de Jesús, cuyo objetivo fundamental, fue salvar a la humanidad del pecado. Fue la misión encomendada a Jesús por Dios, siendo la Virgen María la corredentora, y el Espíritu Santo, el paráclito que está en el corazón del verdadero cristiano, sin distingos de raza, nacionalidad y religión.
El pacto con Dios que figura en el Antiguo Testamento, cambió con Jesús. Y se reduce a la misión que cumplió Él por la humanidad, y no sólo con el pueblo judío. Es la alianza que se repite en la Eucaristía, cuando Jesús está en las especies del vino y el pan, y habita en el ser humano que lo recibe, sin importar si está circuncidado o si es del pueblo judío o sometido a la ley del Torah.
Entonces la salvación de un ser humano, depende exclusivamente de él. Es un pacto con Jesús, quién nos enseñó, quién es nuestro Dios Creador, el que nos hizo, y con quién solamente debemos tratar nuestra salvación. Y esto ocurre en forma comunitaria, porque el ser humano tiene una relación personal con sus hermanos de vida. Con ellos realiza, a través del ejemplo, el pueblo de Dios.
Con el amor fraterno todo se logra. El individuo crece y la comunidad crece al ritmo de sus integrantes. ¡Cómo es de maravilloso estar con los hermanos así! Todos aprenden. Todos viven la fe en Jesús. Todos crecen día a día, como la semilla de la mostaza. Se crea así un estilo de vida común, se tiene una raíz en la naturaleza, y un amor divino que permanece siempre en todos, sin distingos. Una unión donde se convive con el Paráclito. Así es el pueblo de Dios, donde todos somos iguales, porque todos somos hermanos.
En el Antiguo Testamento Dios le prometió a Abraham y a Moisés tierra. Después les promete descendencia. Luego libertad. Fueron un pueblo libre. No son esclavos de nadie. Se someten a la ley y a las instituciones. Se forman así las tribus judías. En el año 587 A.C. tienen el problema de la invasión de Nabucodonosor que destruye todo. Las tribus quedan dispersas por los babilonios. Se acabó todo.
Pero los judíos se reinventan. Yo no es por la tierra, como originalmente, sino por la gente que forman las diásporas a los largo del Asia Menos y del Mediterráneo. Gente que comienza a vivir en lo que cree, y vuelve la ley, y se reúnen en las sinagogas a volver a ser judíos. Se ganan nuevamente la identidad. Aunque muchos se casan en Babilonia con extranjeras… pasa el tiempo, y queda la misión de los profetas que le recuerdan a los judíos… su identidad.
Porque el Asía Menor fue un lugar de paso para los imperios de Babilonia, Egipto, Grecia y Roma. Por eso cuando aparece San Pablo, hay que tener presente que él se educó, y tenía conciencia de todo lo que había pasado en su pueblo, y en los otros pueblos gentiles o paganos que convivían juntos.
Sufrir las invasiones, y no obstante conservar su identidad, entre judíos y paganos, aquella verdad que dejó el crucificado sin distingos, para todos igual. Porque el amor de Cristo no sólo permanece, sino que invade los corazones, con su dulzura, con su ternura, lejos de la violencia. Les llega lo que mejor le ha pasado al ser humano: conocer y vivir el amor de Dios, en uno, y estar unido con Él a todos.
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