LA NIÑA DE LA ESQUINA DE LA CALLE
Lloviznaba cuando murió José el abuelito de la niña María, la hija sin padre de Raimunda, y la nieta sin madre de José, que no sabían Raimunda y José, lo que sentiría aquella mirando bajar las aguas del Cerro de Guadalupe, en el barrio Egipto de Bogotá, llevando piedras y cascajo a la calle y desapareciendo todo tras la reja de la alcantarilla como un gran desperdicio de pintura amarilla. No se podía ver por qué se sientía más triste, concretando sus recuerdos sencillos sobre lo que seria su vida sin José, el único afecto, el juguete de su alma, el que la hacía reir y a veces pensar.
Al principio se acordó de la nariz del abuelo José como esos recuerdos inolvidables, cuando la veía aparecer poco a poco como un barco con su gran proa invertida, surgiendo en el horizonte de perfil y prescindiendo del resto, como si José fuera sólo nariz.
Era muy tardo en el andar, con largos vaivenes y con el mismo paso arrastrado de la guardia de la reina inglesa. Artrítico nauseabundo, pululaban de caspa sus hombros, y regaba por donde fuera el olor a axilas a metros de su presencia. Llevaba en el borde superior de las solapas una conocidísima mancha verde producida por un sudor de años y que todos los autores literarios ubican alrededor del cuello.
La nariz andaba dentro del contexto similar a la corteza impactada por esos conocidos aerolitos llegados a la superficie de la Luna. En los hoyuelos de las orejas nacían tupidos juncales negros al revés. Los párpados indefinibles llenos de nata de piel blanda, con reflejos lentos y montones de pequeñísimos turupes de grasa.
¡Y ni hablar de las espinillas! ¡De las de boca negra! ¡Jamás sacadas! En semicírculos sobre las ojeras. Los labios en un tono de "roof beef" de muchos años, más oscuros que rojos, invitaban a la inapetencia. Sólo los ojos se salvaban de aquel caos de años y arrugas, porque lo de adentro era limpio y cristalino. Una mirada suya valía además todo lo que puede dar un libro leído en un minuto. Una mirada de sesgo enseñaba una moraleja. Una de párpado bien abierto, una advertencia. De párpados cerrados, condescendencia, y en relámpago paralizaba a cuantos hubiera a la redonda.
Lloviznaba cuando murió José, el abuelito de la niña María. Por eso ella recordaba ahora sus manos frías y huesudas jugando con sus trenzas. Aquel afecto transmitido tan puramente, aquellos días de lucidez cuando él reía como en una fiesta carnavalesca, o con el histrionismo de un Seis de Enero en la Iglesia de Las Aguas con la representación de los Reyes Magos.
Aquellas noches mirando la luces de la ciudad y escuchando sus evocaciones sobre tiempos ya idos, tan distintos a lo duro del ahora. Allí en las faldas del cerro de Guadalupe, cerca a la hermosa iglesia de La Peña, donde él que se casa se despeña. Aquellos momentos solemnes cuando ensayaba a morirse, hasta que al fin se murió. Aún entonces María se buscó las lágrimas y se untó las manos con el goteo siempre suelto de sus lacrimales, cada vez que presentía lo que al fin llegó, la noche nefanda en que le tocó verlo como si José fuera ya huesos. Ahora precisamente cuando veía irse las aguas amarillas a la alcantarilla, dejando no más que piedras y cascajo, y una sensación de silencio y frío, y hasta un profundo placer de alegría desconocida, como consecuencia de ver a José dejar de sufrir.
Raimunda, la madre sin padre de María, le decía a José en vida, que jamás se imaginó tener algún día una hermosa raposa como la niña María. Y la pertinaz lluvia amainó, dejando todo reluciente, sin asomo de mugre, sin abuelo, sin nadie bajando por la esquina de la calle, sola allí con su corazón sumergido en un cofre sin ventanas y sin ruido.
¡Niña María! La llamaban sus vecinos. ¿Qué te pasa? ¿Por qué no haces sino llorar? ¡Mira, María, el viejo estaba muy viejo, y ya era hora de que se fuera. Y ella allí, quietecita en esa esquina de siempre, entumecida, muerta en vida, suspira y piensa en José. Yo no sé por qué me dejas, sabiendo que yo estoy tan sola, le dice con una mueca ya sin lloro en los ojos. Se para y grita: ¡Se fue José…! ¡Pero si sólo es tu abuelo! Le responden lo vecinos que han salido al oír su grito. Y María vuelve a sentarse en esa esquina. Sabe que nadie la entiende.
Así el mundo se apague
O las cosas brillen,
Estoy sola y seguiré sola.
Nadie siente ni sabe
Lo que diga o calle ahora.
Soy como estas aguas amarillas,
Las que pasan ahora mismo,
Y que se van por la alcantarilla,
Jamás dicen adiós…
Y nunca vuelven,
Pero dejan en el aire,
Ese último suspiro de José,
Que ahora mismo
Ya no es nadie.
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