EL ESTADO NIÑO DEL YO
Por el monte verde, desparramados, iban los niños con los guías de la excursión formando aquí y allá grupos alrededor de un árbol, de una oruga, de un ciempiés, de un capullo, de un nido, de un arroyo, de una mata, en fin. Toda la caminata, desde su comienzo, había introducido a esos niños urbanos en un mundo extraño, desconocido, pero al fin como expresión de algo real; sí, misterioso pero evidentemente concreto como el ciempiés que Lucía, de ocho años, molestaba con una ramita, para observar el movimiento sincronizado de esas miles de patas a un mismo tiempo. La euforia de los niños contrastaba con la pasividad de los adultos ya acostumbrados al medio natural.
Pedro había obtenido permiso de su patrono para acompañar a Lucía a la caminata. Ese día estaba feliz porque por una buena razón no sólo descansaba, sino que podía profundizar en la conversación que sostuvo en días pasados con Raúl, el jefe de su oficina. Debes descender del estado padre del yo, al estado niño, le dijo Raúl. Pero qué es eso, preguntaba Pedro como abstraído, sin entender casi nada. Entonces Raúl le explicó sobre los tres estados del yo: el padre, el adulto y el niño. Le dijo que el estado niño es para sentir, para crear cosas como pintar, cantar, en fin, para danzar haciendo rondas, y sobre todo para reír porque se goza infinito con la vida por cualquier cosa por nimia que nos parezca. Debes descender a la altura de tu hija y penetrar todo lo que ella siente, responder todas sus preguntas, resolver todas sus inquietudes, y tener su mismo estado físico para moverse en la misma forma que ella lo hace.
Pedro se sintió abrumado, cuando supo que todo lo debía realizar además sin beber una pizca de trago. En su sano juicio hacer una ronda, por ejemplo, le parecía en extremo cursi. Raúl lo tomó de la mano en esa ocasión y lo hizo correr en círculo para enseñarle cómo bailan los niños de cinco y menos años. Al entrar otras personas a la oficina donde estaban haciendo ellos la ronda, hubo burlas, que el jefe supo subsanar metiendo a todo el mundo en la ronda. La orden hoy, dijo en forma perentoria, es regresar al estado niño del yo.
Pero todo está bien jefe, terminó diciendo Pedro, lo que sucede es que uno nunca está en la oficina en el estado niño del yo. Bueno, Pedro, eso tiene tanto de ancho como de largo, le respondió; supongamos que estamos en navidad, ¿no te parece que en esa época tú sientes el estado niño del yo, y lo llevas a lo largo de todo diciembre, y lo metes por donde quiera que has puesto la nariz? Bueno, sí, pero... No hay pero que valga, Pedro. Esta empresa necesita el estado niño del yo para muchas cosas relacionadas con la creatividad por un lado, y por el otro, para que el trabajo sea un goce y no un suplicio; para que el trabajo se convierta en juego, y para que todo el mundo nos llame gocetas y no los petulantes hombres de la antipatía y del mal genio que ordinariamente somos. Porque somos extraordinariamente prepotentes y nos embarga esa terrible vanidad masculina que es profunda, soterrada e incurable.
Por eso, y Dios me perdone, Pedro tenía cara de idiota el día de la caminata. ¡Estaba tan desadaptado a la mentalidad de Lucía! Y por si fuera poco su aspecto era el de un burócrata, igualito a los que recientemente quebraron a la Unión Soviética. Sin embargo no todo fue negativo a partir de la primera hora de caminata, cuando el estado anímico fue adaptándose a la situación, y regresó con Lucía cargado de hojas, flores e insectos.
Lucía había introducido su manita en la vieja y grande de Pedro y sintió el afecto puro y espontáneo de ella. En su conciencia mágica había adquirido una especie de genio de Aladino que le hacía todo, le llevaba todo, estaba pendiente de ella y por primera vez todas sus preguntas y conversaciones eran absueltas y sostenidas hasta el final, sin el estribillo de "Estoy muy ocupado, pregúntale a tu mamá".
Tú nunca te enteras de lo que pasa en la casa, Papi. Imagínate que con Fernando nos echamos entre el cemento de la casa vecina y a mamá le tocó lavarnos durante horas, porque el cemento se secó y nos afectó la piel.
¿Tú no sabes que se me apareció la Virgen María? Pedro hizo una fingida muestra de pavoroso asombro, tanto que Lucía lo calmó, lo sentó sobre la hierba del campo y ya cuando lo tuvo dispuesto a escuchar, le relató el cuento. Imagínate que llegué del colegio y entré al baño a hacer mis necesidades. De pronto sentí una voz que venía de la regadera que me dijo: "Yo soy la Virgen María, arrepiéntete de todos tus pecados. Imagínate, yo quedé de "catre", como se dice. Me subí los calzoncillos inmediatamente, y me arrodillé. Le conté a la Virgen que peleaba con mis hermanas, que decía malas palabras, que no le hacía caso a mi mamá. Después le recé el Ave María hasta que mi hermana mayor que estaba escondida en el cuartico de la regadera se rió.
Pedro puso cara de idiota por unos minutos, pero luego se rió a mandíbula batiente, como se dice. Hubo un instante en el cual Lucía se puso seria, y lo reconvino: Está bien que rías así, Papi, pero piensa que nos está viendo todo el paseo. Pedro quedó como en misa. ¿Te acuerdas, cuando tenía cinco años, de la época de los "Porqués"? Primero llegaba a donde mi mamá, ella me mandaba a donde ti, tú me mandabas a donde Josefa, y esta a donde Teresa. Teresa, mi hermana mayor, presumía de intelectual, leía muchos libros y le gustaba investigar sobre lo que yo le preguntaba. Y le dije: ¿Teresa, cuando yo me muera podré ir a Miami? Me respondió que cómo se me iba a ocurrir decir eso: ¡Te vas para el cielo, y ya! Me explicó con palabras difíciles todo lo que es la muerte; cómo el cuerpo se desprende del alma, o viceversa. El cuerpo no puede viajar a Miami, porque se queda en la tierra; en cambio, el alma se va.
La explicación de Teresa no me convenció mucho, aunque ella se esforzaba cantidades en hacerme ver por todos los medios el problema. Me repetía y me repetía, una y otra vez, el proceso de la muerte, y nada. Teresa, le dije finalmente ya cansada de oír su explicación: ¿Tú no sabes que Dios está en todas partes? Se produjo un lapso de silencio en el cual ella se quedó muda. Si Dios está en todas partes, concluí, y el alma va a Dios, ¿cómo es que no puedo ir a Miami?
Otro día le puse a Tere (Teresa) otro problema mayúsculo. Tere, le dije, imagínate que dos señores van caminando por el cielo y de pronto se encuentran con un hueco; ¿qué pasa si se caen? Ella me hizo como tres horas de explicación, que las leyes de la física, que la gravedad no existía allá, en fin, una diferenciación entre materia y espíritu complicadísima. El problema es que Tere no logró convencerme de nada. Yo insistía en lo mismo, Papi. Inclusive, no te lo pregunté, porque sabía que la discusión daba para rato. Ni tú, ni mamá, ni Josefa y menos Tere. Finalmente, me tocó decirle: ¡No sea bruta, Tere, los astronautas!
En otra ocasión Tere le estaba escribiendo al novio que se había ido para un kibutz, en Israel. Llegaba del colegio y siempre se sentaba en el comedor a escribirle a Mauricio, como él se llamaba. Se demoraba horas de horas haciéndolo. Yo me cansaba de mirarla, hasta que un día se me ocurrió decirle que por qué no me dejaba escribirle algo. Me alcanzó una hoja y un lápiz, y yo me senté a pensar. Papi, imagínate, por primera vez en mi vida supe que tenía cerebro y que el cerebro era para pensar. Yo trataba de mirar para dentro de mí y de verdad que no podía encontrar nada. ¿Sabes qué es una idea, Papi? Como un ratoncito y yo me iba detrás de él, como si fuera una gata, y nada. Y pasaban las horas y no escribía nada. Lucía, ¿qué te pasa? ¿Por qué no puedes? Le respondí: ¡Es que mi mente no piensa!
Que yo dijera esto, le aterró a Tere. ¿Cómo así? Imposible, si tú eres inteligente, eres curiosa y aquí en esta casa, todo el mundo sabe que esa preguntadera tuya es inteligencia; porque piensas precisamente, es por lo que se te ocurren las preguntas. Tere me estuvo explicando todo respecto a mi cerebro además, y hasta me enseño una cosa horrible que nunca se me olvidará: la masa encefálica.
Y pasó el tiempo nuevamente y yo perseguía, como una gata el ratoncito de las ideas, y nada. Me estaba bien quieta, bien concentrada, con los ojos hacia adentro, pero nada. Esto desesperó a Tere. Hasta llegó a hacerme un gesto de desagrado. ¡Es que no puedo creerlo!, dijo. De pronto apareció algo dentro de mi cerebro, era un animalito, así como un ciempiés, y me dijo: Lucía, ¡tú estás pensando en nada! Ya, lo tengo le dije a Tere: Yo creo que mi mente si piensa, ¡pero medio chimbo! Mejor dicho: ¡en nada!
Una vez, ¡huy! eso sí fue muy divertido, mi mamá estaba histérica, o pasando por esos momentos de depresión que le dan a ella a ratos. ¡Claro!, en esa casa tan grande que vivimos, con cinco alcobas, dos salas, cinco baños, el arreglo y el orden son dos cosas que la sacan de quicio. Nos llamó, mientras ella arreglaba los cinco clóset, y nos dijo: ustedes nunca ayudan a nada, ¡ni ordenan, ni barren, ni lavan, ni nada!, dijo casi fuera de sí. Nunca, hasta entonces, le conocí una depresión más grande. Claro que tú lo sabes bien, cuando mamá regaña es bien cansona, porque coge una cantaleta sobre lo mismo con las mismas, que hasta el Santo Job explota. ¡Eso me pasó a mí! Yo ya estaba harta con la tal retahíla de repeticiones que no me quedó más remedio que decirle: ¡Pobre víctima!
Todos soltaron la carcajada, y mami entonces tomó la escoba para darme, pero me le escapé y el golpe partió el mango de la escoba. Mira, Papi, mamá tiene mucha correa porque yo no sé que me pasa, pero cuando ella me regaña a mí me da una risa nerviosa que la exaspera más, yo creo que con toda la razón; llega a decirme: ¡Si te ríes, te desbarato!
Pedro lloró de la risa. Papi, contrólate, le dijo Lucía, que estamos en el paseo y todo el mundo te mira. Dime una cosa, ¿no puedes cambiar de cara? Pedro se quedó súpito. No tengo otra que esta, le respondió sorprendido. Es que no sé, pero me parece que hoy estás actuando como no eres el que eres. Y ¿cómo es que soy el que soy? Bueno Papi, gruñón, siempre ocupado con el periódico o con el canal de los deportes; de vez en cuando un cariño, un melindre, un retozo breve, y luego, indefectiblemente, una orden perentoria: ¡Vete a jugar con tus cosas que papá está ocupado!
Otra vez, mis hermanas estaban con sus amigos en la sala y bajé yo cogida de la mano con Fernando. Como ellas me llevan como siete años, la tomaron conmigo todos: ¡Desde cuando Lucía con novio! Yo protesté, pero ellos siguieron con la cantaleta. Fernando se puso rojo, rojo, y yo bravísima. Y cuando va a ser la boda, y a dónde se van de luna de miel, y el trousseau, y dónde van a irse a vivir la vida, en fin. Creo que estallé y les grité durísimo para callarlos con su sobantina, que ya me tenían hasta las cachas: ¡Déjenme disfrutar de mi niñez! ¿Para qué novios a estas alturas?
Pero mi peor embarrada fué un domingo. Era la primera vez que iba el novio de Tere a la casa, y mami accedió a preparar un ajiaco, para lo cual Tere y Josefa invitaron sendos amigos. Todo iba bien hasta el momento en que Francisco, el amigo de Tere, en forma muy discreta le preguntó donde quedaba el baño: Al fondo a la izquierda, dijo Tere. Yo acababa de salir del baño y entré corriendo y diciendo: ¡Se acabó el papel toilette... se acabó el papel toilette!
Y la vez que le descubrí a uno de los novios de Tere un anillo. Oiga Tere, usted ¿qué hace saliendo con un hombre casado? Ellos dos se miraron con disimulo y resolvieron seguirme la corriente. Es que yo soy casado, Lucía, me dijo el amigo de Tere, y me echó una historia reforzadísima, con la tragedia de la separación, tres hijos, y la descripción de un triángulo amoroso, que hasta lloré. Mientras tanto ellos se divertían de lo lindo, con ser que ninguno pasaba de los quince años.
Mami, Tere está saliendo con un hombre casado, ¿lo sabías? Y le eché todo el cuento con pelos y señales. Mami y Tere hablaron delante de mí, y mami decía: ¡Cómo se les ocurre decirle a Lucía esas mentiras! Y ya cuando quedó aclarada toda la verdad, yo resolví sacarme el clavo el día que volviera el amigo de Tere a hacerle visita. Efectivamente, cuando estaban los dos solitos en la sala, llegué y me les chanté enfrente: ¡Yo sé por qué tiene el anilloooo! ¡Yo ya sé que su papá se murió! ¡Yo sé por qué tiene el anilloooo! ¡Era el de su papá!
La caminata llegó a su fin y se reunieron todos en fila india para tomar el bus de vuelta. El paseo había sido un hermoso encuentro con la naturaleza, y creo que Pedro podría agregar: ¡Con la naturaleza y con la vida!
El lunes siguiente, Raúl, el jefe de Pedro, lo tomó del hombro para decirle: ¡Te noto muy cambiado, Pedro! Él se quedó un instante y le respondió con una cara de “yo no fui”: ¡Es el estado niño de yo!
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