miércoles, 6 de julio de 2011

CUENTOS CORTOS # 6

EL HUMO DEL CIGARRILLO

(Recuerdos del abuelo)

Después de cada punto seguido botaba un cúmulo nimbos y luego, al igual que los barcos de guerra, cañona­zos aislados hacia un enemigo intempo­ral. Siempre en esa batalla lo envolvía además de su soledad, el olor a lirios que le traía la tía Chaba. Olor a viejo, a humedad de osario y una mirada, la de la persona que se despide de la vida, con una sensación de paredón y de redoble de tambores.
Su silla hacía poco tiempo había pasado a ser una parte de la ubicación espacial que se dio cuando cumplió los ochenta años y le prohibieron caminar como conse­cuencia de su locura senil: Alzheimer. Quería volver a Cachimbulo, su antigua encomien­da, en carro, a pié, en lo que fuera, y por este motivo se había perdi­do muchas veces, tanto que hubo que ponerle una vigilancia especial. Le condenaron la puerta de la calle y en protesta nunca más volvió a abrir la boca. Lo incomunicaban con los suyos; y en una especie de Ley del Talión, su respuesta a ese encierro, fue  callar para siempre, ni una sílaba le volvieron a oír. ¡Ni “mu”!
El médico accedió a dejarle el cigarri­llo; era lo único que lo ataba a la vida. Fumando pienso y espero, solía decirle a uno con los ojos, como discul­pando su vicio. Este poco de humo es lo que me queda. Se acabaron conmigo esos hombres de antes que tenían voz de trueno en su casa, pensaba en voz alta. Que aún enfermos, como yo, parecían leones dormidos, vigi­lando ese territorio de la encomienda de los tiempos de la Colonia, y ante quién el más fiero hincaba la rodilla.
Su rostro vetusto hacía mohines con una infinidad de arrugas cinceladas en acero. Su mano anquilosada, semejante a un arcabuz verdoso del que salían volu­tas de humo como palabras, servía para hacernos admoniciones con el índice: con tristeza expresaba la nostalgia de la pérdida de los valores: la hombría de bien se fué. Las máquinas lo han reem­plazado todo. Se fueron los caballeros, se acabaron los hogares que eran cate­drales, con almas forjadas en acero y  corazón de oro.
Había nacido apenas 30 años después de que Bolívar murió y casi alcanzó a llegar a la mitad del siglo XX, mirando sin entender mucho de lo que pasaba. Los adultos que le rodeaban supongo que eran como fantasmas, porque sólo nos atendía a los niños que como yo, llegábamos a mirarlo como una curiosidad inucitada. A nosotros dirigía su vista y su vieja mano solía posarse en nuestra coronilla, y nos regalaba sus sonrisas que misteriosamen­te se parecían más a las nuestras que a las de los adultos.
Un día los adultos, con la tía Chaba a la cabeza, resolvieron hacerlo hablar. Lo mortificaron muchísimo. Le jalaban las barbas, se burlaban de él de mil maneras. Lo paseaban en la silla de ruedas a toda velocidad de un cuarto a otro, o lo hacían girar como un ringle­te. Pero nada. De su mutismo, lo máximo que lograron sacarle fueron sus sonrisas de niño, que al fin y al cabo eran para decirles a los adultos que aceptaba sus juegos, pero sin hablar. El era un hombre de carácter, ¿o qué creían?
En su cuarto había un cuadro al óleo, en pergamino. Estaba allí dibujada su haci­enda. A los niños nos gustaba mostrárse­lo, porque se emocionaba mucho y hacía el ademán de hablar; cuando ya iba hacerlo, nos golpeaba con su mano  huesuda en la coronilla y lloraba. Quedábamos en misa.
Un día lo bajamos a la sala de su casa donde había otro cuadro que le llamaba la atención: conseguimos sacarle una frase completa. Uno de nosotros le preguntó que quién era ese tipo que estaba ahí. Le sacamos que era uno de los edecanes de Simón Bolívar. Otro día frente al mismo cuadro, nos mencionó como se llamaba una de sus condecoracio­nes: “A la lealtad de los más bravos”.
Los niños estábamos orgullosos frente a los adultos: nosotros sí podía­mos hacer hablar al abuelo, por lo menos con los ojos. Pero fué la tía Chaba la que nos aguó un buen día nuestro récord, le gritó: abajo el partido liber­al, y el viejo se paró de la silla para regañarla. Hubo conmoción ese día. Tanto que el médico tuvo que prohibir que los adultos le gritaran lo que había dicho la tía Chaba. Un buen día lo van a dejar ustedes como un pollo, fué lo que les dijo. Y santo remedio.
Ayer, no más, se fué el abuelo. Los niños estábamos jugando con él. Nos gustaba abrirle la ventana para que las palomas del solar de su casa entraran a saludar­lo. Le poníamos un plástico en su canto, con boronas y allí llegaban a pasar el rato con él, mientras nos regalaba sus sonrisas  y el consabido golpe en la coronilla que significaba: sean como yo, tengan carácter. Se despi­dió de las palomas una por una, y luego lo hizo con nosotros. Con su bastón dirigió toda la operación de cerrar la ventana  y nos echó del cuarto con un gesto imperativo muy propio de él, es decir, sin apela­ción. Nos asomamos por el borde de la puerta, casi sin dejarnos ver. Había prendido su cigarrillo. Por el rabillo del ojo nos espiaba sonrien­te. Su rostro, con sus dos ojos hundidos en medio de espesa barba tenía una expresión de amor; botaba sus cúmulos nimbos hacia arriba o al igual que los barcos de guerra, cañonazos aislados hacia un enemigo intemporal. Su vida en ese mo­mento era humo, y entonces el humo era un poco más que nada.
  El abuelo se fue sin más. Los adultos digieron ¡por fin! Y nosotros, los niños, lloramos, si no con lágrimas, sí con el alma. Se fue el viejo, y nos dejó su corazón envuelto en esa nube de cigarrilo que no entendíamos, una nube del pasado que no perdona, pero enseña lo grande que es el alma humana, cuando tiene carácter, un corazón puro y una manera sabia de ser como fue, siempre igual, siempre fuerte, tal cual fue.

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