En el aire y en el ambiente había la suficiente resonancia para hacer del vuelo de una mosca, si esta echara humo por detrás, el paso estremecido y majestuoso de un jet. En la pupila de Manuel se reflejaba el ancho salón de espera. Más abajo, el asiento había entrado a formar parte del todo, tal era la entrega de Manuel a él. Estaba botado, laxo, sin fuerzas, sin rigidez alguna, con sus largas piernas estiradas y terminadas en pesadas botas. Tenía principios de panza, cinturón de cuero, americana de polista y bufanda desordenada como su vida.
Su problema había sido siempre la evasión. Sus vacaciones en la Costa Azul se volvieron con el tiempo su forma de vida. Cuando volvía a Sudaquia era para preparar un nuevo y cada vez más extenso escape a Europa. Hasta que llegó el momento en que permanecía poco en Colombia, sólo por la necesidad de venir a supervisar el estado de sus negocios. Y esta vez..., esta terrible vez, era para quedarse por lo menos dos meses.
Toda su formación intelectual, todos sus gustos, la comida, el vestido, sus aficiones, su grupo social, en fin, habían ido cambiando a través de los años de continente. (¡Imagínense ustedes: era trasladar a Sudaquia a Europa! ¡Qué horror!). Aquella espera tenía pues las características de una tragedia: algo desconocido, incierto, movedizo que tenía que afrontar, sin ninguna ayuda, sólo por estar en su negocio. Miró su reloj y luego dirigió sus ojos hacia la gran puerta de entrada y se extasió en esa gran floresta de piernas, donde los zapatos simulaban el tráfago de una gran avenida. Debería entrar por allí ¡Katiuska, qué mujer tan chusca!.
Cuando apareció Katiuska la espera había sido tan larga que se convirtió en sorpresa. Estaba pálida y tiritaba del frío. El altiplano la entumecía en tal forma que quedaba silenciosa, y solamente Manuel la escuchó tiritar los dientes, lo que hacía con una elegancia muy europea: no le temblaban los labios, que sería de pésimo gusto, sino los dientes internamente. Parecía una gata con los ojos a medio abrir y con el solo objetivo de llegar al carro a prender la calefacción. No musitaron palabras, solo un beso a la llegada y un "Querido" de Katiuska. No más.
Durante la comida en casa de Manuel, la conversación versó sobre todo lo que Katiusca había hecho en Europa, lo últimos chismes del grupo de amigos y algo sobre los avances del mercado común, luego de la unificación de la moneda. Manuel estuvo especialmente goloso y Magola, la criada, tuvo que servirle varias veces. Estoy extenuado, dijo después, cuando Magola los atendió con un café, sentados en los mullidos sillones del estar y ambos comenzaron a aligerarse las ropas y aflojarse los zapatos, sin perder la etiqueta. Todo bien dispuesto, hasta las revistas en orden, sin un tris de polvo, producto del gran trabajo que desarrollaba Magola a toda hora.
Katiuska comentaba siempre al respecto cómo Manuel podía tener una vida tan ordenada por fuera como desordenada por dentro, sin imaginar siquiera que todo era obra de Magola, una aborigen con 15.000 años de cultura a bordo, con el "sumerced" a flor de labio, y una personalidad que los colombianos han definido como "la malicia indígena", que explica todo lo que aparece como inexplicable, aunque sea obvio.
Este comentario lo hacía con sus amigos europeos que lo encontraban siempre muy divertido y especialmente propio para huir de la rutina, pero vacío e inconsistente al momento de considerarlo buen partido para Katiuska. Claro que a Manuel no se le podía decir esto. Pensaba, y eso lo suponía ella, que el papel de gran actor que asumía lo llevaba a adoptar una postura por fuera de la realidad. Nunca pudo aceptar su condición de "sudaca" que le endilgaron en Europa, y esta falta de raíz era lo que molestaba a Katiuska y lo que al final le producía la duda de darle el "sí".
Katiuska no te cases con ese sudaco platudo, mira que después vas a tener problemas, le decían sus amigos de grupo. Ella asentía pensativa, y alguna vez les dijo en respuesta a esto que Manuel tiene algo especial hacia la mujer. Hacia la mujer en general, le habían replicado sus amigos, cuántas crees que han pasado por sus manos aquí; pero tú no eres de esas.
En "Sudaquia" la educación es pésima; quítale a Magola, la aborígen, que sí tiene su raíz y su cultura, a ver en que queda: en un inculto conquistador de ancestro español, vacuo, sin piso, con maneras copiadas de las nuestras, pero nunca las de él; ¿eso qué es? ¿A dónde crees que va a desembocar un engendro de sudaco nacido entre la coca, la marihuana, el café y las flores? ¡Otra cosa es que Manuel sea divertido! ¿Por qué crees que le decimos Chita al mono de Tarzán? Porque es eso en el fondo, un animal inculto, vestido con ropa europea, que ha tenido el privilegio de entrar a nuestro grupo a divertirnos, sólo porque Chita no pierde nada de lo que es, y esto es chistoso.
Katiusca pensaba seriamente en todo esto arrellanada en aquel sillón observando por el rabillo del ojo a Manuel. Con esos ojos grandes y verdes, esa tez blanquísima, ese cabello negro hasta la cintura que arreglaba con tanta elegancia su mano de dedos largos y delgados. Había planeado su estrategia para resolver el asunto durante todo el tiempo que estuvo sola en el avión. Pero cómo hacer para que Manuel se confesara con ella, cómo lograr conocer el fondo de esa alma tan criticada por sus amigos, como amorfa e indefinible. A lo mejor ni él mismo sabía quién era. Falto de raíz y de cultura, no podía definirse exactamente como persona, sin duda cuando faltan los fundamentos de una buena educación, de un buen espíritu.
Manuel fué quién puso la conversación sobre el tema de los dos: He esperado tu definición durante dos años, le dijo. Ambos se miraron interrogándose, mientras Magola recogía con una aspiradora de mano las boronas que había producido Manuel comiéndose un pan. Soy terriblemente celosa, dijo Katiuska moviendo su cuerpo escultural para acomodarse mejor. Me tendrías que contar toda tu vida. Sus dos ojos verdes hicieron impacto en los de Manuel como si hubieran disparado cada uno un cohete. Manuel utilizó el mecanismo de la risa y levantó los brazos en señal de rendición.
Magola cortó el diálogo para preguntar si querían más café. Y mientras se retiraba los ojos de ambos hicieron varias incursiones de tanteo. Definitivamente nos encontrábamos en terreno movedizo. Hoy estuve conversando con la Virgen en el aeropuerto, mientras te esperaba. Me dice que soy un pecador impenitente. Un pecador o un gran actor. Nunca hemos sabido a ciencia cierta quién eres, dijo Katiuska. Mi mente se ha vuelto gregaria, acuérdate, no puedo vivir sino entre mi grupo, y ellos me han dicho que tú actúas artificialmente, que no sientes lo que haces, que no dices todo lo que piensas y que tienes un ancestro que niegas, lo que te hace impredecible.
Katiuska sonrió; el tema de la Virgen parecía algo tan irreal para resolver un asunto tan serio, que añoró lo días en que Manuel divertía a los amigos del grupo con sus extravagancias y podía reír sin sentirse como ahora en terreno movedizo. Y así, no le quedó más remedio que terciar en el tema: ¿Y qué te dijo de tus otros prospectos?
Bueno, sí. La Virgen me hizo un repaso general para convencerme de lo que te estoy diciendo. Me habló de Eduviges por ejemplo, una mujercita que cuando me le declaré me dijo que no le pegara. Lo único que hice fué cogerle la mano. Pero la Virgen me hizo caer en cuenta que una situación así se produce cuando ella, el prospecto como dices tú, requiere de tiempo para pensarlo. No siempre las personas están preparadas para recibir una declaración de amor. Máxime con tipos tan acelerados como tú, me dijo la Virgen Santísima. Qué cosa distinta hubiera sucedido con Estefanía, la que te confesó al oído que quería ser madre. Ves, esa es otra situación diferente, dijo la Virgen mirándome con una ternura increíble. ¿No era Enriqueta la que tú decías que tenía la mirada 666? le pregunté. ¡No!, era Margarita, me replicó la Virgen. Esa mirada lo que quiere decir es: ¡no seas pendejo! Todo ese mascarón de proa era el preludio que empleaba Manuel para plantear un problema concreto, huyendo de la realidad, pensaba Katiuska, y si no fuera porque sentía lástima de ver el grado de estupidez a que había llegado, lo hubiera callado de una sola vez. Recordó un pensamiento de Ortega y Gasset en un ensayo sobre "El Flirt y la Mujer", que decía: ella, la mujer, va al teatro a ver actuar al hombre. Y el hombre, como ahora Manuel, actúa, es actor. Manuel continuó: Rebeca en cambio, fué el tipo de persona que se adapta a los amores imposibles. Me la encontraba generalmente en las reuniones de familia y a la primera mirada, venía el recuerdo de muchas miradas, porque la cosa no pasaba de eso, incluyendo en esta situación a su novio que hasta llegó a preguntarnos que ¿qué era eso? Y nosotros nos ¡descomunicábamos de vernos!, y ¡listo! Es decir, de no volvernos a mirar.
Con Sandra el problema era que ninguno de los dos sentíamos celos de verdad. Andábamos cada cual en lo suyo, y no obstante podíamos querernos en ciertos momentos. Luego despedirnos de prisa, como si el amor fuera un chispazo momentáneo. Con Teresa fué distinto. Ella mató a su marido, y eso solo le daba cierta ascendencia para dirigir toda la operación que deben desarrollar dos seres para quererse. Se admitía y se sobreentendía que ella era la que daba las órdenes. Comprenderás que esto lo que trae consigo es un deseo de escapar, como finalmente lo hice.
El caso de Nora fué enternecedor, y creo que fué a causa de mi cacumen que pude desentrañar el dilema. Nora es histérica, ves. Y, por cosas del destino, me hallé con ella en uno de sus trances. Recuerdo su mirada encendida y yo, como levantando las manos en señal de rendición, le dije, acordándome de las palabras que pronuncia un nuevo presidente cuando asume el mando frente a los militares: "¡Yo no soy sino una figura endeble en manos de ustedes!". ¿Por qué dices "ustedes", si no estamos sino los dos?, dijo Nora. No recuerdo que siguió a esto, pero ella es consciente de su problema y transformó su mal en risa. Los esquimales ríen cuando hacen el amor, afirmó. Creo que mi risa fue fingida todo el tiempo, por eso se acabó lo nuestro. El repaso de los prospectos de Manuel duró muchos minutos, horas. Inclusive se saltó varios capítulos sobre los casos en que habían intervenido sus familiares y amigos, tratando de conectar una mujer muy querida por ellos, pero pobre, con la riqueza de Manuel.
Durante todo el recorrido de la narración, Magola hacía apariciones esporádicas, para traerle las chancletas, recoger las colillas, en fin. Lo máximo ocurrió cuando trajo un vaso de agua, en el cual Manuel dejó sus prótesis dentales, para que Magola las limpiara con bicarbonato y luego las hirviera.
Katiusca, al término de la charla, pensó en huir, pero haciendo un gran esfuerzo, le dijo que la dejara reflexionar sobre el futuro de los dos. Adiós, querido, y se fué a acostar. Manuel continuó por un rato más arrellenado en su mismo sillón. Había comenzado a beber con desespero. La música subió de volumen y al cerrar los ojos recordó el aeropuerto. Algo le decía que el mohín que hizo Katiusca en la nariz, al momento de despedirse, se parecía al ave negra que se posó en la cruz de la tumba de María, cuando Efraín llegó de Europa, en la novela intitulada “María” de Jorge Isaac.
El zumbido de un zancudo le recordó que faltaban dos meses para regresar a Europa. La licitación pública en que se había metido le exigía estar con los personajes del poder. ¡Qué horror!, ¡tener que verme con esa caterva de bobos! Un nuevo zumbido lo llevó de nuevo a un aeropuerto imaginado... Se levantó como loco y abrió los brazos como si estuviera volando... ¡Magola!, llamó. Ella lo llevó a acostar como a un muñeco de felpa, ordenó todos los desarreglos que había hecho Manuel con su vuelo imaginario por el cuarto de estar y se fué a dormir.
Manuel, cuando Magola maneje tu país, me casaré contigo, le dijo Katiusca al final de su estadía. El se rió a las carcajadas. Y no respondió nada. Sobre la Sabana había caído una neblina de las que pinta Gonzalo Ariza. Era muy temprano, cuando caminando envueltos en ella, al salir del parqueadero ella le dijo: “Adiós, querido. Nos vemos el años que viene.” Él la besó con fuerza, pero solo pensó en afirmar para sus adentros: ¡Ay! Katiusca, ¡qué mujer tan chusca!
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