Dios siempre es justo
Romanos 3, 1-31. Pablo hace una análisis de todo lo que pasa con la comunidad que lo rodea, para concluir que Dios juzgará al mundo con justicia. Y para ello Pablo afirma: “Ahora bien, sabemos que cuanto dice la ley, lo dice para los que están bajo la ley, para que toda boca enmudezca y el mundo entero se reconozca reo ante Dios, ya que nadie será justificado ante Él, por las obras de la ley, pues la ley no da sino el conocimiento del pecado.” (Romanos 3, 19-20).
Para eso sirven la ley, los ritos sagrados, la eucaristía, la confesión, la oración, etc., que vienen siendo mediaciones, medios para llegar a Él. Es decir, que tienen que penetrar en nuestro interior para transformarnos. Por eso Pablo habla de la circuncisión del corazón, y no la circuncisión en cumplimiento de la ley. Porque todo lo externo no sirve si no llega a nuestro corazón, al interior del alma, para transformarnos con la verdad del evangelio de Jesús.
Y llegamos a nuestro interior por la fe. No hay otro medio. Pablo expone que la justicia de Dios nos llega por la fe y justificados por el don de su gracia, en virtud de la redención realizada por Cristo, Jesús. Podemos tener pecados como arenas del desierto, pero por la fe y la redención de Jesús, somos salvos. Y claro, por la fe somos salvos todos, sin excepción, circuncisos, incircuncisos, judíos, gentiles o paganos. Y dice Pablo: “Entonces, ¿por la fe privamos a la ley de su valor? ¡De ningún modo! Más bien la consolidamos.”
Teniendo bien presente que nos esforcemos en no practicar la justificación, cuando la usamos para disculparnos. Nuestro ego siempre se vale de miles de disculpas para sentirse bien. Tenemos que pensar que como seres humanos, todos tenemos que justificarnos, pero frente a la verdad, reconociendo nuestras debilidades, nuestros defectos, nuestro ego inflado y creído.
Debemos aceptar que nuestra debilidad es mucha, y que para superar eso contamos con la fuerza salvadora de Dios. Es la única que nos puede ubicar en la verdad. La fuerza salvadora nos la da Dios a través de Jesucristo. Toda su vida, su palabra y su evangelio, nos sirve para aplicar esa fuerza. Cuando tengamos dudas, miremos a Jesús en la cruz, miremos su sufrimiento, su humildad, su entrega por nosotros. Pensemos en su frase: “Perdónalos porque no saben lo que hacen”, y reconozcamos que ahí estamos todos los seres humanos involucrados, porque la cruz nos salvó a todos sin excepción.
Frente al pecado tenemos entonces que distinguir dos cosas, el pecado como tendencia del ser humano, y nuestros pecados, en plural, cuando elaboramos la lista de nuestras caídas, con los veniales y los mortales. Tenemos que reconocer que sin la fuerza salvadora de Dios, a través de Jesucristo, estaríamos en la olla. Si no lo reconocemos así, no podremos recuperarnos, porque el ser humano adolece de la fuerza propia para vencer sus sentidos, y superar todas las pruebas que a diario nos presenta la vida.
Pecar nos puede poner a pensar en cómo enfrentar nuestra debilidad, o bien nuestra maldad, y ya sabemos que sólo lo podemos hacer con el amor a Jesús. Es verdad que la naturaleza nos dio la ley natural, pero no es suficiente, pues a lo largo de la vida hemos tenido que adaptarla a los cambios que a diario nos trae la vida. Con el amor a Dios, vamos haciendo los acabados de esa ley natural que nos sirvió de base, para reconocer nuestra impotencia, y sentir la necesidad de depender de la fuerza salvadora de Dios, a través de Cristo.
Es decir, descentrarse de uno mismo, salir de uno mismo, para que Dios se centre en uno. Con el ego inflado sólo lograremos ser nuestro propio instrumento. En cambio el hombre bueno, entregado a Jesús, humilde y humilde tres veces, es el instrumento de Dios. Es el que por medio de la oración, interioriza sus problemas para poder hablar con Dios, arreglar sus asuntos y trabajar como instrumento de Dios.
No apela a la justificación, sino que afronta su verdad y la transforma con la voluntad de Dios. Sabe que no puede ser santo por sí mismo. Se entrega a Dios, porque reconoce que sólo Dios puede ser santo.
La acción justificadora de Dios es eso. Consiste en que reconozcamos nuestra propia realidad, frente a la voluntad divina, fundada en la misericordia infinita, que realizó nuestra salvación con la pasión de Jesús en la cruz. Creer en la cruz es salvarse, y no por la ley externa, sino en razón de la fe. El espíritu de Dios es el que habita en nuestro corazón, siempre y cuando nos dejemos impactar por él. Es la única condición que nos pone el “abba” Padre, que con una paciencia infinita aguarda que nosotros nos demos cuenta del misterio del amor divino que supera con creces todos nuestros pecados y debilidades. Porque Dios es siempre justo y misericordioso sin medida.
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