ANA MARÍA
La casita quedaba al final del ruido, escondida de la gente y de los vehículos. Julián la había ayudado a armar con maderos y latas, cuando estaba recién nacida Ana María. Las tejas de asbesto cemento, le parecieron a ella una especie de brujas que le quitaban la luz del cielo, cuando ella en su cuarto, desde el cajoncito que le habían acondicionado para que no molestara a toda hora con su cirilí interminable, miraba a su padre laborando.
Emperatriz, la abuela, la entendía. Nunca le dijo no a nada. Los límites los señalaba con una mirada asustadora que terminaba en risa, cuando Ana maría lloraba. Entonces todo se arreglaba con un abrazo de paz y un “vénganos en tu reino”, esta última, una frase que Emperatriz tomaba del Padre Nuestro, y que acompañaba subiendo los ojos al techo, para luego persignarse.
Ana María nunca preguntó por su madre, porque nunca jamás la vió. Todo su corazón estaba en Julián, su padre, que se cuadraba frente a ella, ponía su derecha en la visera del quepis, y terminaba con esta frase: “¡A sus órdenes mi comandante!”.
Ana María tenía por él la admiración que siente toda mujer por el uniforme militar. Es la fuerza, es la hombría que la arroyaba desde chiquita. Los mimos de ella a él, siempre fueron un dardo que desinfla lo inmarcesible, y este hombre termina en cuatro patas, con ella encima, andando por la casita como un asno, tan alegre y dicharachero, que terminaban ambos al final del juego, llenos de arrumacos y chichoneras.
Julián pedía perdón y Ana María reclamaba: ¡Es que eres muy brusco! Emperatriz, la abuela complaciente opinaba que Ana María había vuelto papilla a un General de la República… Julián ceñido a la disciplina protesta: “¡Soy un soldado raso, madre!”.
“Abuela, ¿por qué papi no ha vuelto?”. Su merced, le respondía, porque él trabaja para que tú vivas, ¿me entiendes?”. Pero Ana María no entendía nada. Esta misma pregunta fue hecha a lo largo de siete largos años. La pobre abuela no sabía que rollo inventarle para que no llorara, hasta que el fin llegó una foto de Julián durante el secuestro.
¡Fue una inmensa emoción para ella! No la beses mucho porque tus babitas pueden acabar con Julián, le dijo la abuela Emperatriz, y para superar el problema colocó la foto en el espejo de cuerpo entero que tenía en su cuarto.
Cuando entró a la escuela del barrio, ella le preguntó: ¿Por qué tan alto, abuela? Para que no lo sigas baboseando. ¡Pero es que yo lo quiero! Y al fin lo aceptó así. Necesitaba de su papá más que cualquier cosa. Y comenzaron unos diálogos interminables con el Julián del espejo. Todos los problemas que tuvo en el colegio con las profesoras y con las amigas, en fin, todo lo que sucedía a su alrededor era tema que tocaba con él, mientras Emperatriz, detrás de la puerta la acompañaba con esas lágrimas desgarradoras que sólo salen de lo profundo de un corazón de oro.
Cuando llegó la noticia de la muerte de Julián, luego de esos largos 7 años, fue uno de esos días que no se borran, porque suceden cosas totalmente fuera de lo común. Que un personaje entregue información obtenida en la Amazonía, donde se encontraba Julián, sólo ocurre cuando la guerrilla, quiere que el hecho salga en la prensa profusamente, para demostrar que existen. Y que luego lleguen los hijos de Emperatriz con la noticia por la noche, es inexplicable, fuera de toda rutina.
En la casita entonces todos lloran a Julián, menos Ana María que duerme en su camita arropada con sus muñecos. Emperatriz la mira como si tuviera los ojos metidos en una piscina. ¡Madre, no llores así que vas a despertar a la niña!
La abuela no sabe como hizo, y tal vez Ana María lo supo, porque nunca había visto llorar a la abuela de una manera tan desgarradora. Tu papi está allá arriba, le dijo una noche de Luna llena. Pero ella estaba furiosa con él al principio. ¡Cómo te vas y nos dejas! Y luego de un tiempo de hablar con la foto del espejo, le pidió por lo menos una explicación, y la abuela le dijo que volviera a hablar con su papá, que el secuestro no es su culpa. “Hazlo como lo has hecho durante años, y pídele disculpas”.
Es más, en una noche de Luna, salió al balconcito de su cuarto, se acostó con sus muñecos mirando al cielo, y le dijo: ¡Papi, nunca te vamos a dejar de quererte, aunque te hayas ido sin despedirte…! Mis muñecos y yo vamos a trabajar duro, para que el secuestro se acabe y haya una manera que permita sentir a todos en el barrio la libertad, y además, lo que yo y mis muñecos sentimos por ti. En esas pasó la luz en ráfaga de un meteoro y Ana María sintió que era la respuesta de Julián. ¡Está bien! ¡Dejémoslo así! Pensando que era la respuesta de él.
Todas las noches de Luna voy a salir aquí a ver que me dices, pero no seas tan tacaño. ¡Con una lucecita en el cielo que pasa en segundos y se va, no me vas a pedir perdón!
¡Ana María!, la llamó Emperatriz. La abuela sabía en las que andaba. ¿No te parece que es mejor que Julián esté en el cielo y no en la selva? Y mira, en Colombia, hoy los héroes son los que ponen la dignidad por encima de la vida.
Ana María entró del balconcito, saltó al regazo de ella y se durmió profundamente feliz… Sí, ¡Julián es un héroe! ¡Y está en el cielo!, le repetía la abuela. La niña lo reconoció y lo perdonó. Ahora el reclamo era muy lógico… Hay que ponerle un marco a la foto de Julián, con vidrio y colgarlo encima de la cama de Ana María. Eso fue lo que encontró ella el día que cumplió sus 8 años. ¡Al fin! Gritó cuando vió el cuadro. Sí, abuela, “los héroes”, me dijeron en la escuela, siempre tienen ese destino, o bien un cuadro, o una estatua de Pietro Tenerani en la Plaza de Bolívar, como me lo explicó nuestro profesor de historia.
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