martes, 15 de noviembre de 2011

CUENTOS CORTOS # 24


LA MARIPOSA BLANCA

María: me parece que llegar con unas flores a tu casa es digno de ser escri­to, porque trasciende los límites de lo íntimo para pasar a lo puramente dramá­tico. En primer lugar, la sospecha de que yo no te quiero, sino de que hago estas cosas por educación, le dan a tu aspecto un dejo de displicencia y a tus movimien­tos una cierta cosa rígida que produce en tus labios una sonrisa forzada, y en tu brazo derecho un ímpetu y una precisión para botar las flores en el canapé, en donde caen un poco deshojadas. Para qué te molestaste, me dices con los ojos, ¿no sabes que estoy prometida en matrimonio?
En segundo lugar, y es lo más importante, yo no sé actuar, pues aunque te vas a casar, no obstante, me pasa lo de Juan Valera en "Pepita Jiménez":
Soy un vil gusano, y no un hombre; soy el oprobio y la abyección de la humanidad; soy un hipócrita.
Tú, María, cuando te cuento estas cosas ya no ríes. Yo mucho menos. Antes lo hacías porque no nos importaba desci­frar cada uno de los sentimientos que me embargaban, sacándolos del pensamiento a las palabras, para ver qué efecto produ­cían en tus ojos y en tus labios. Y reías, me llamabas candoroso, porque como alguien ha dicho, nada se parece más al candor que la imprudencia.
Cuando supe que te ibas a casar y que ya no tendría posibilidad de tener más charlas de estas conmigo, creí que me iba a dedicar totalmente a la litera­tura, y me puse a leer a don Miguel de Unamuno. Te confieso que no encontré forma alguna de conformarme, a pesar de que hallé frases como esta: “No hay mayor esperanza creadora que en la mente de los desespe­rados”. Pero he leído cosas peores toda­vía. Dizque: “No hay mayor consuelo que el desconsuelo”. Tú odias a don Miguel de Unamuno, ¿no es cierto? Yo defini­tivamen­te, sí. Pero sin razón. Ahora, solo como estoy, te lo compruebo, me ha hecho acordar de vos.
Aquellos juegos cuando la pobre se le escapaba y la perseguía él por la casa toda, fingiendo un triunfo para cobrar como botín besos largos y apreta­dos, boca a boca…
Yo no pienso que todo esto sea puro romanticismo. Ello fuera, si en reali­dad nunca hubiera acaecido nada. Hablo de besos, retozos y cogidas de mano. Ahora, que cuando estoy solo y dormido, acostado del lado iz­quierdo y siento las palpitaciones mías, y veo que no son las tuyas, me horrori­zo. Y pienso también, dolorosamente, que yo te hablo siempre en términos ambiguos, haciendo toda la fuerza para evitar el motivo de no verte, y hablo y hablo y tú no estás. Y me imagino que tú ríes y por dentro lloras, cuando hago chanzas sobre esto, y yo sufro también porque no es traba­joso imaginar contigo esta otra escena que he leído de Unamu­no: Y le decía mostrándole dos dedos de la mano: "¡Otra vez! ¡Dos!. Y ella: "No, no, ya no más, ¡uno y no más!" Y se reía. Y él: "¡Dos!, ¡dos! Me ha entrado el capri­cho de que tengamos mellizos, una pare­jita, ¡niño y niña!"
Bonito, ¿no es cierto?  ¿No te parece que debo estar de acuerdo con los auto­res españoles? Sobre todo, gozo mucho, cuando veo con cuánto acierto ellos relacionan tu corazón con el mío. Los he escogido viejos, porque he querido hacer un amor del siglo pasado contigo.
La gente se debe reir de mí. Y tiene razón. Pero a mí no me importa. Tú tam­bién lo haces un poquito: no saben que tú eres lo menos romántico del mundo. Eres de las mujeres que conozco que se confie­san feas, pragmáticas y prácticas. ¿No crees que sea esto lo que está haciendo este tominejo contigo? ¿Por qué yo soy tu tominejo, no es cierto? ¡Sí!, dices con una sonrisa irónica.
Estoy en desacuerdo con la gente y conti­go, en lo de fea. Yo te he dicho como Wilde mira a las mujeres americanas (del norte), por boca de uno de sus personajes de teatro: "Ellas, dice, jamás hacen como si fueran feas: siempre hacen como si fueran bonitas. Ahí está el secreto de su éxito." Pero a tí esas cosas no te impor­tan a pesar de la seria discusión que tuvimos sobre este respec­to. Te sabes esconder muy bien tras ese bultico rojo palpitante que tienes tras todas tus cosas. Entonces no te importa ser fea, si esas cosas son bonitas, y se vive, como ante un crepúsculo de muchos colores, o como entre las flores; y úno, sobrecogido por ese sentimiento, más hermoso que la belleza física, te dice: tú eres el crepús­culo y también las flores.
Pero para entrar a ese mundo, agacha la cerviz ¡cincabro valiente! ¡Ay! María, cuántas veces te dije, o traté de demos­trar que yo era un tominejo, que necesi­taba de tu consentimiento para dejar de serlo, para tener otra vez dignidad y orgullo. Pero no quisiste, porque no necesitabas de mí.
Dice Ortega y Gasset: "Comparada con el hombre, toda mujer es un poco princesa: vive de sí misma, y por ello vive para sí misma." Yo en cambio, era un mecanismo descompuesto, a quién tú gustabas ver convertido en un animal grande, y allí, encerrada en tí misma, ufana y presuntuo­sa, te reías y me envolvías en tus  ojos amarillos y con destellos fulminantes me asolabas, quebrabas mi persona, y poco a poco ibas recogiendo los destrozos de aquella destrucción, hasta formar con ellos un hombre que yo mismo desconocía. ¡Huy! cómo te divertías con eso! Era un verda­dero drama. Por algo, Ortega y Gasset ha dicho: "La mujer va al teatro: el hombre lo lleva adentro y es el empre­sario de su propia vida. Por eso, de aquella tragedia, uno como empresario, debe decidir si muere o sobrevive."
Sin embargo, yo morí muchas veces en tí. Fuiste tú la que quisiste que sobrevivie­ra. Pero logré mi propósito: te conocí a fondo, tanto como te quise y experimenté, como dice Ortega y Gasset: “...ese patético instante en que la larva se hace, en honor de un  hom­bre, mariposa.”
Bueno María, ha llegado el doloroso momento de relatar finalmente la cara tan triste que pusiste, cuando me dijis­te adiós. Pero, además de eso, te casas­te con Pacho a los quince días, y me dejaste totalmente dedicado a la litera­tura.
Mírala, Platero. Ha dado, como el caba­llito del circo por la pista, tres vuel­tas en redondo por todo el jardín, blanca como la leve ola única de un dulce mar de luz, y ha vuelto a pasar la tapia. Me la figuro en el rosal silves­tre que hay del otro lado y casi la veo a través de la cal. Mírala. Ya esta aquí otra vez. En realidad, son dos maripo­sas: una blanca, ella; otra negra, su sombra.
Y así han pasado los años, con estas frases de Juan Ramón Jiménez. Ahora, ambos viejos como estamos, deberíamos volver a ese jardín a buscar esa mariposa blanca y su sombra. Sé que tú no eres de las que cree que debemos clavarla con un alfiler en la pared, ¿verdad? Que ambos, me parece, la lleva­mos todavía clavada adentro, bien aden­tro, en el alma.

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