martes, 1 de noviembre de 2011

CUENTOS CORTOS # 23


APOLINARIA

La dama de los cabellos rojos me inquietó cuando venía, con ese caminado con música de salsa. Descubrió que yo la miraba, y me entró una inquietud desconcertante, porque no hay peor mal que las mujeres descubran nuestros sentimientos, pues enseguida se aprovechan de ellos.
- ¿Qué haces ahí?
Me preguntó y me vió rascándome la cabeza sin saber qué hacer. Alcé los hombros, hundí el pecho, y dando un profundo suspiro respondí: No sé. Ella siguió su camino, en un ademán que invitaba a continuar con ella. Se le veía alegre, como si estuviera estrenando moda, y le intrigaba la actitud mía. A mí me parecía que era de aquellas que se levantan un tipo en cada esquina.
- ¿Y? Dijo, insinuando que la intrigaba mi mutismo, mi comportamiento tímido, hasta tembloroso. Le respondí cualquier cosa. Creo que entonces no le dije mi nombre. Como soy casado escondí disimuladamente el anillo de mi mano.
-Acompáñame hasta el paradero. ¡Es tan aburrido caminar sola! La seguí como un humilde cordero. Le decía al mismo tiempo cosas entrecortadas, porque soy un imbécil, cuando trato de expresar lo que siento. Hasta opté por no mirarla en detalle, me parecía de mal gusto. Ni siquiera le eché una mirada a sus piernas. Y mucho menos a su trasero.
-¿Es que sientes algo por mí? Bueno, me sentí cogido in fraganti. Subí los hombros. Movía los ojos y pestañeaba, de una manera tan desarmónica, que hasta tropecé con una piedra y caí cuando largo soy. Bastó un segundo para que me parara sacudiéndome el vestido. -¿Estás bien? Sí, claro. No se preocupe, le respondí. Y seguí dándome palmadas en la cola y en las mangas. Y cuando se dio cuenta que no me había pasado nada, sonrió con una sonrisa dulce y una expresión de conmiseración, como diciendo para sí: ¡Pobre tipo! -Siento lo que le ha pasado. Me parece que dijo, y yo le expliqué que cuando la vi, sentí algo extraño dentro de mí. Que me atrevía a pensar en el amor, sólo porque cuando este aparece, es algo que no controlamos, no sabemos si para bien o para mal. Nos domina, nos lleva de la nariz, por más que estemos convencidos racionalmente de nuestra locura. De manera que me atrevía a pensar que estaba pasando  algo serio.
-¿Qué es lo que le pasa? ¿Hay algo en mí que lo intranquiliza?
-¡Sí! Tal vez son sus ojos! Esos ojos suyos que me parecen haber visto toda mi vida.
-¡Vaya! Esas son palabras mayores.
Le expliqué que sí, que el mayor problema que seguía, es cómo expresar ese sentimiento. Cómo concretarlo, cómo llegar a la completa realización. Ella rió sin pereza. La divertía muchísimo verme hacer un enorme esfuerzo con mi discurso. Sabía muy bien que con palabras resulta imposible lograr en unos minutos, la proeza de sacar el oscuro corazón humano a la luz.
-¡Pero, no me ha dicho qué es lo que tengo en mis ojos! Me volví a encoger de hombros. Era demasiado atrevida su pregunta para mí. Creo que entonces me cubrí el rostro con ambas manos en señal de impotencia. Estábamos en esto cuando oí el resoplido de los frenos del bus y el golpe de la puerta que se abre, accionada por el aire.
-¿Parece que eres casado?
Se subió al bus en medio de una sonora carcajada. Mi miró, con “aquellos ojos verdes” del bolero, que hacían un contraste formidable con su cabello rojo. La tomé del brazo para ayudarla a subir. Y ella seguía riendo. Arrancó el bus y entonces, con mucha sorpresa, reconocí que era mi mujer. Era Apolinaria que se había pintado el pelo de rojo. Por la ventanilla movía la cabeza, como diciendo: ¡Qué loco! Claro, que en la reconciliación me juró que jamás volvería a pintarse el pelo sin decirme primero. Y que, por otro lado, me llevaría de colado a todos los desfiles de moda para ilustrarme con las últimas novedades de la moda de manera que no me volviera a pasar tamaño desplante.

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