domingo, 15 de enero de 2012

CUENTOS CORTOS # 30


LA PAZ

Todos los colombianos somos iguales. La muerte de cualquiera de ellos es lamentable. El problema es que existe odio de lado y lado, y este conduce a la violencia, y esta a más violencia. Le expliqué el asunto a mi amigo Sinforoso, un hombre tranquilo y equilibrado y él me sorprendió mucho. Yo no creía lo que oía. Pero pienso que a la larga sería bueno que hubiera más Sinforosos que pensaran como él.
Sinforoso me dijo que él iba a hacer la paz. ¡Que era facilísimo! Me explicó que era llevar el terrorismo a la Plaza de Bolívar, protegido por las fuerzas armadas, ¡y ya! El terrorismo se daría cuenta entonces de cómo la paz empieza por el Estado de Derecho, que desde hace 50 años, anda torcido. Mira, ¡me dijo admirado!, es enderezarlo para que este recto, de tal modo que no se tuerza como pasó con la “silla vacía”, en El Caguán. Yo no sé, afirmaba con severidad, por qué no entendemos las cosas si todo es fácil y bello, cuando se quiere. ¿Te imaginas? Entrarían marchando los terroristas, marcando el paso como lo hace la guardia presidencial con el himno nacional. Les daríamos permiso que le pusieran a la estatua de Bolívar, un letrero que dijera: Soy comunista bolivariano, en letras pequeñas; en letras más grandes: ¡Abajo el Imperio! Y al final un letrero de agradecimiento al pueblo colombiano. Al más pobre y sufrido, claro. (El que vive mal acompañado por los terroristas).
Naturalmente es obvio que la policía encontraría minas quiebra patas alrededor del monumento de Teneranni, y un barril lleno de dinamita frente al Congreso. Afortunadamente todo fue controlado por la fuerza pública que ya sabe de antemano como son las cosas con ellos. Y esto haría que los terroristas pudieran marchar al son del Himno Nacional sin problema. Ellos reconocen que tienen malas mañas, y que esas no se quitan fácil. Hay que cambiar el ritmo, por uno que sea parecido al de la cucaracha, solo que esta ya sabe que le falta una pata para andar. ¡Semejante detalle tan baladí!
Sinforoso se despelucó entonces. Me tocó llamarlo al orden, pero él insistía en que no resistía que el ser humano, sea del Imperio o no, debe ser capaz de pensar que lo sencillo acompaña a la verdad, que todos somos iguales, que andamos de paso por aquí y que lo mejor para vivir felices, el poco tiempo que nos queda, es la paz. ¿Te parece pescado?, me dijo Sinforoso ya más calmado. Le respondí que estaba de acuerdo totalmente con él. Lo malo, terminó diciendo, es que no tengo a la señora del turbante para que me ayude… y se desplomó de una. Me agaché a socorrerlo, pero parecía muerto. No había nada que hacer. ¡Eso es lo que le pasa a la paz! Y, realmente, no sé por qué. ¡No! Realmente, si sé: ¡parece que estamos todos  como Sinforoso!
En seguida que se despertó, regresamos a la tranquilidad. Y yo le advertí que debíamos legalizar la droga para lograr la paz. Y él soltó el llanto. Lloraba como Misia Escopeta cuando le dan calabazas… Le parecía que ese detalle acabaría con el negocio de los dólares. ¡Estamos en la olla! Me dijo, lleno de amargura, con un adiós de cementerio, y alzó los hombros, y cayó nuevamente de bruces. Lo enterraron al otro día. Pobre Sinforoso, sus ilusiones perdidas lo mataron.
 


miércoles, 4 de enero de 2012

CUENTOS CORTOS # 29


¡DEJE ASÍ!

La mano izquierda de Pelusa, de 15 años, impuso una actitud particular llevaba por frases típicas que tienen que ver con el trágico destino humano, a mediados del siglo XX, nada menos que en el Liceo de la lengua.
Aún recuerdo el día que el Negro Mosquera le puso a Pelusa un cero bien grande por no haber  podido explicar qué era lo que signifi­caba el término protesta en la filosofía existencial. Y él lo sabía, sino que no hallaba cómo expresarse oralmente. Tenía el escrito que decía que el término protesta es la forma como la filosofía existencial manifiesta su inconformidad, por el aniquilamiento del individuo por la masa.  Todo había surgido basado en la idea de con­versar con la mano izquierda, situación que se volvió costumbre, hasta llegar en poco tiempo a pasar por bobo, particularmente cuando lo hacía en clase. Las primeras coletillas que  usaba fueron dos palabras:  "O sea, usted me entiende". Fueron las que usó aquella vez del cero: "El término protesta,  existencial, o sea,  usted me entiende, profe."
El Negro Mosquera lo llamó al final del curso, y le dijo que fuera donde un profesor de oratoria. ¿Para soltar la lengua?, le preguntó. ¡Bueno! Ustedes aquí en el curso lo que tienen suelta es la lengua. Es para disciplinarla, junto con la mente. Y  Pelusa arrugando el ceño, le respondió: ¡No entiendo profe! Yo uso las coletillas por convicción. Y esta que dije para el cero, es la menos importante. Hay otra expresión que es muy saludable y que mi mano izquierda me la dice: “Deje así”. Esta expresión, profe, le garantiza al contradictor la propiedad de quedarse paralizado, sin decir nada. Pero hay otras que van dirigidas a vencer reconociendo la postración en que estamos, como por ejemplo: “¡Estoy en la olla!”. Fíjese doctor Mosquera, esa es la mía, dijo Pelusa. ¡No! Respondió Mosquera:  ¿No se fijó en sus compañeros? Estaban muertos de la risa. ¡Qué va, profe! Mire, Pelusa, el grupo sentía compasión, decían: “¡Pobrecito Pelusa!” y otros “¡Pobrecito pajarito!, y lo decían con una admiración increíble. ¡No puede ser profe!
Mire, Pelusa hay algo en su actuación que les parece memorable. Es la facilidad de irse por las ramas, para salirse del tema, y quedar bien.
Concluyó Mosquera diciendo: El poder histriónico lo logró usted conversando con la mano izquierda. El poder de idiotizarse, sin poner atención a los demás, para decir todo con una gracia que hacía reir. Ellos me contaron que Paracleto, su compañero de asiento, hizo la representación, donde me reveló todo lo que usted piensa de mi. Que soy un negro hijuemadre, demasiado estricto, creído, con el ego hinchado, una supuesta inteligencia para recitar lo aprendido de memoria, pero una mente insignificante a la hora de la verdad. ¡Ay! Profe, qué pena. ¡Cómo fui capaz de decir eso!, gritó desesperado Pelusa. Pero pasó, Pelusa. Paracleto es espectacular cuando hace las representaciones de todos los profesores en clase, hasta el director lo llama para que se las haga a él, y de allí, él toma decisiones graves, después de reirse a las carcajadas. En mi caso me previno que si no mejoraba, me iba de una. Claro, el rector se atortoló cuando supo que yo me iba, y paró el tono duro, para reconciliarse conmigo.
Sí, él me dijo que usted es el que se va Pelusa. ¿Cómo así? Cierto, le cancelaron la matrícula. ¡Ay, profe cómo me dice usted eso! Pues sí, no hay de otra… Paracleto hizo entonces la representación suya conversando con su mano izquierda, sobre el tamaño de la nariz del director del colegio. Pero profe, yo no tengo la culpa que sea horrorosa. ¡No podemos hacer nada! ¡Es el colmo, profe! ¡Huy, Pelusa, usted se me ha metido en los ojos! 
Y ambos se fueron caminando cabizbajos. Mosquera con los ojos llorosos. Se miraron  como diciendo aquí no hay nada más que hablar. Bastaba la comprensión de los rostros, para saber que todo había terminado. ¿Profe?, dijo: ¿No hay vuelta de hoja? Y el Negro Mosquera le respondió con “Deje así”, o sea, “usted me entiende”. “¡Estoy en la olla!”, le respondó Pelusa: Y el Negro Mosquera dijo sí con la cabeza.
Más tarde cuando Pelusa iba solo por la calle, alzó la mano y le dijo: ¡Hola! Mano Izquierda, ¿y usted qué opina? Que usted es un bobo, no supo poner las cosas en su sitio. ¡Huy! Mano Izquierda, si usted fue la culpable de todo. Usted se hizo amiga de Paracleto, para montar las puestas en escena… No será que su merced tiene don para ser actor… Bueno, “deje así”, pues. Y comencé a brincar no sé por qué. “¡Pobre pajarito!”, me dijo la mano izquierda, era el término que usaba ella para darle a Pelusa conmiseración. “Estamos en la olla”. La mano izquierda entró en llanto, y me tocó decirle: ¡Deje así!