domingo, 24 de julio de 2011

ENCUENTRO CON LA VIOLENCIA 104


EL TERRORISMO

Creo que los colombianos nos extrañamos al oír al señor Herman Van Rompuy, presidente del Consejo Europeo, cuando dice: “Condeno en los más enérgicos términos estos actos de cobardía, (se refiere a lo ocurrido en Noruega en estos días de julio de 2011), para los que no hay ninguna justificación”. La extrañeza se funda frente a lo que hace el terrorismo en Colombia recientemente en Toribío y Corinto en Julio del 2011, actos que pasan desconocidos a los europeos en general.
Estos hechos en Noruega y en estos pequeños municipios de Colombia, tienen exactamente la misma gravedad e importancia, frente a la barbarie del terrorismo. Y es grave aún, cuando estos se representan en el continente, que piensa que el Eurocentrismo es la solución y ejemplo para el mundo.
Los europeos tienen que saber que el eurocentrismo hizo crisis en el siglo XIX en América del Sur, y en el siglo XX en África, porque no se han mirado a sí mismos frente a los guerras mundiales del siglo pasado, y menos aún, a los desastres que dejaron sus conquistas en América y África, en los siglos anteriores, basados todos en la violencia.
Ya es hora de que un acto de terrorismo en Colombia y en Europa tenga la misma condena ética y humana. El mundo está en crisis por eso. La violencia no resuelve nada. La violencia, más que el calentamiento global, está a punto de acabar con el mundo. Las profecías a puntan a eso…
Mientras tanto seguimos con el cuento de Descartes, de pienso cuando existo, cuando la verdad es que debió decir: PIENSO, LUEGO EXISTEN LOS DEMÁS.  
 

jueves, 21 de julio de 2011

CUENTOS CORTOS # 11

LA NIÑA DE LA ESQUINA DE LA CALLE

Lloviznaba cuando murió José el abuelito de la niña María, la hija sin padre de Raimunda, y la nieta sin madre de José, que no sabían Raimunda y José, lo que sentiría aquella mirando bajar las aguas del Cerro de Guadalupe, en el barrio Egipto de Bogotá, llevando piedras y cascajo a la calle  y desapareciendo todo tras la reja de la alcantarilla  como un gran desperdicio de pintura amarilla. No se podía ver por qué se sientía más triste, concretando sus recuerdos sencillos sobre lo que seria su vida sin José, el único afecto, el juguete de su alma, el que la hacía reir y a veces pensar.
Al principio se acordó de la nariz del abuelo José como esos recuerdos inolvidables, cuando la veía aparecer poco a poco como un barco con su gran proa invertida, surgiendo en el horizonte de perfil y prescindiendo del resto, como si José fuera sólo nariz.
Era muy tardo en el andar, con largos vaivenes y con el mismo paso arrastrado de la guardia de la reina inglesa. Artrítico nauseabundo, pululaban de caspa sus hombros, y regaba por donde fuera el olor a axilas a metros de su presencia. Llevaba en el borde superior de las solapas una conocidísima mancha verde producida por un sudor de años y que todos los autores literarios ubican alrededor del cuello.
La nariz andaba dentro del contexto similar a la corteza impactada por esos conocidos aerolitos llegados a la superficie de la Luna. En los hoyuelos de las orejas nacían tupidos juncales negros al revés. Los párpados indefinibles llenos de nata de piel blanda, con reflejos lentos y montones de pequeñísimos turupes de grasa.
¡Y ni hablar de las espinillas! ¡De las de boca negra! ¡Jamás sacadas! En semicírculos sobre las ojeras. Los labios en un tono de "roof beef" de muchos años, más oscuros que rojos, invitaban a la inapetencia. Sólo los ojos se salvaban  de aquel caos de años y arrugas, porque lo de adentro era limpio y cristalino. Una mirada suya valía además todo lo que puede dar un libro leído en un minuto. Una mirada de sesgo enseñaba una moraleja. Una de párpado bien abierto, una advertencia. De párpados cerrados, condescendencia, y en relámpago paralizaba a cuantos hubiera a la redonda.
Lloviznaba cuando murió José, el abuelito de la niña María. Por eso ella recordaba ahora sus manos frías y huesudas jugando con sus trenzas. Aquel afecto transmitido tan puramente, aquellos días de lucidez cuando él reía como en una fiesta carnavalesca, o con el histrionismo de un Seis de Enero en la Iglesia de Las Aguas con la representación de los Reyes Magos.
Aquellas noches mirando la luces de la ciudad y escuchando sus evocaciones sobre tiempos ya idos, tan distintos a lo duro del ahora. Allí en las faldas del cerro de Guadalupe, cerca a la hermosa iglesia de La Peña, donde él que se casa se despeña. Aquellos momentos solemnes cuando  ensayaba a morirse, hasta que al fin se murió. Aún entonces María se buscó las lágrimas y se untó las manos con el goteo siempre suelto de sus lacrimales, cada vez que presentía lo que al fin llegó, la noche nefanda en que le tocó verlo como si José fuera ya huesos. Ahora precisamente cuando veía irse las aguas amarillas a la alcantarilla, dejando no más que piedras y cascajo, y una sensación de silencio y frío, y hasta un profundo placer de alegría desconocida, como consecuencia de ver a José dejar de sufrir.
Raimunda, la madre sin padre de María, le decía a José en vida, que jamás se imaginó tener algún día una hermosa raposa como la niña María. Y la pertinaz lluvia amainó, dejando todo reluciente, sin asomo de mugre, sin abuelo, sin nadie bajando por la esquina de la calle, sola allí con su corazón sumergido en un cofre sin ventanas y sin ruido.
¡Niña María! La llamaban sus vecinos. ¿Qué te pasa? ¿Por qué no haces sino llorar? ¡Mira, María, el viejo estaba muy viejo, y ya era hora de que se fuera. Y ella allí, quietecita en esa esquina  de siempre, entumecida, muerta en vida, suspira y piensa en José.  Yo no sé por qué me dejas, sabiendo que yo estoy tan sola, le dice con una mueca ya sin lloro en los ojos. Se para y grita: ¡Se fue José…! ¡Pero si sólo es tu abuelo! Le responden lo vecinos que han salido al oír su grito. Y María vuelve a sentarse en esa esquina. Sabe que nadie la entiende.
Así el mundo se apague
O las cosas brillen,
Estoy sola y seguiré sola.
Nadie siente ni sabe
Lo que diga o calle ahora.
Soy como estas aguas amarillas,
Las que pasan ahora mismo,
Y que se van por la alcantarilla,
Jamás dicen adiós…  
Y nunca vuelven,
Pero dejan en el aire,
Ese último suspiro de José,
Que ahora mismo
Ya no es nadie.





domingo, 17 de julio de 2011

CUENTOS CORTOS # 10


LOS ANIMALES IRRACIONALES

Hay muchos ejemplos para imitar de estos animales frente a los racionales. Bastaría pensar que no hay vacas dedicadas a la prostitución. Ni tampoco los toros, porque ellos sólo hacen sexo con las vacas que tienen celo. Con las vacas niñas, no lo hacen nunca. Y uno se aterra frente a un humano como nuestro compatriota Garabito, que no sólo hace sexo, sino que también los asesina. Ante él quedamos mal, bien mal.
Paco, el perro de mi hija, lo solemos regañar para que no entre al estudio. Y él hace caso. Lo que es extraordinario es que él no guarda ningún rencor contra uno, luego de que lo castigamos por retozar entre las flores del jardín. Si uno lo deja de ver por unos días, cuando uno vuelve, él llora de la dicha. ¡Es increíble! Cuando el perrero lo lleva a pasear, con otros perros, todos van al mismo paso, ninguno tira de la correa. Y si Paco me reconoce, sólo chilla de gusto, pero sigue obediente al mando del perrero. En eso se distancian del humano que mata, del que bota mugre en la calle, del que se vuelve indigente, drogadicto, etc. Entre otras cosas, no conocemos un perro alcoholizado o dedicado al opio, a la cocaína, al basuco; ni que sea indigente, ni desplazado, ni marica, ni guerrillero o narco, etc.
El gato de Paulina, la de la librería de la esquina, también es un ejemplo de nobleza. Se hace en el mostrador para que uno lo rasque. No necesita de tomar clases de Pilates, porque hace estiramientos cada vez que se levanta a caminar. Pero el tipo es un poco mañoso, pues sólo viene a comer su concentrado entrando por la puerta de la casa. Cuando Paulina se fue de paseo por unos días, lo encontré bastante molesto porque no le abrían la puerta. Pensé que era por hambre, pero no. Le compré un pan y se lo di, pero no se lo comió. Paulina a su regreso después de varios días, puso feliz al gato. No hubo reclamo, sólo interés en comer el concentrado. Pero no hubo ni rencores, ni reclamos. El mismo de siempre. ¡Qué cosa! Si fuera humano, por lo menos hubiera arañado a Paulina o mordido. Lo contrario, hizo fiesta.
El zorrero que pasa gritando frente a mi edificio, siempre va dándole al pobre mocho. Se le ven las costillas de lo flaco, y no protesta, nunca está cansado y si lo está, ¡sóbese! El trato siempre es militar, recibe órdenes y látigo, no más. Yo quisiera convertir a NN (ser humano racional), en un mocho zorrero, luego de haber nacido entre algodones, y no haber trabajado nunca. Ni siquiera estudiado. Nunca ha producido más que lo que sabemos en el baño, y hecho de su vida un mar de adicciones, entre las cuales, la alcohólica lo tiene loco de amor por una prepago muy bonita. ¡Pobrecito!
En un tiempo le puse arroz a los copetones para que me vinieran a visitarme. Diariamente les ponía arroz integral y me visitaban, pero eso sí a dos metros de distancia. Los copetones son antisociales. No son como las palomas de la Plaza de Bolívar de Bogotá. No dan las gracias para nada, y no hacen la menor intención de acercarse. El problema se presentó cuando descubrieron la comida las palomas torcazas, lo cual me obligó a cancelar el arroz, porque no podía abrir la ventana, ya que se entraban, y se hacían popó en todas partes. Los copetones hacen bolitas muy distinguidas, que yo recogía en la baranda de la ventana. En cambio con las torcazas era el desastre. Los copetones no volvieron simplemente, y no pusieron bombas, ni minas quiebrapatas.
En un tiempo, hace muchos años, tenía un loro que decía groserías. Era amistoso, y me abría el pico cuando le llevaba comida. Era entonces cuando yo le hablaba para que aprendiera groserías de todas las marcas. Me encantaba que entraran personas a la casa y se quedaran pasmadas con el diccionario de la Lora. Una vez vino a visitarme una ex monja y quedó petrificada con la experiencia. Para ella la lora era una pecadora imperdonable. Ella hubiera hecho un sancocho con la pobre lora. Pero le advertí: La lora lo dice sin intención… Pero la ex monja no me creyó. Pensaba que la lora tenía razón. Y no hubo poder humano de convencerla de lo contrario…
Ahora, me comprenden ustedes: Por qué siento que yo soy un animal irracional…? Bueno, mirando a los humanos que nos rodean, es más bueno a los ojos de Dios… ser uno, un animal irracional. Pero una vez me encontré con Jesús a la vuelta de la esquina, en mi paseo diario, y me dio un consejo muy profundo. Me dijo, ¿por qué crees que yo les dije a mis apóstoles, que dejaran que los niños vengan a mi? Míralos a los ojos y verás… ellos si son animales racionales. No te miran con prejuicios. No tienen nada aprendido de los adultos. No están prevenidos para nada.
Se suben a tu regazo y hacen de la amistad instantánea un juego, se sonríen, te invitan a caminar saltando, y cuando menos lo piensas crees que tienes un amigo de por vida. Te invitan a que lo acompañes al parque, y finalmente terminas cansado en una banca, sintiendo que hace marras no reías, ni sentías ese amor por la vida que te quitan los animales racionales, cuando son adultos. ¡Qué cosa tan horrible!


sábado, 16 de julio de 2011

LECCIÓN DE CRISTO 14_7_2011

LAS LEYES EN LA VIDA HUMANA
Y el COSMOS
La ley humana. Tenemos que distinguir entre las diferentes leyes que rigen el mundo y la naturaleza y el cosmos, y que están vigentes al lado de la ley divina. La ley humana, junto a la moral natural, (innata en el ser humano), tiene su origen en el ordenamiento jurídico que rige el Estado de derecho. Su origen surge de la necesidad de evitar la violencia y lograr que los seres humanos arreglen sus conflictos o sus conductas, de acuerdo con las normas jurídicas, y no tengan que apelar a la violencia. El orden jurídico en un sociedad es vital, para lograr la paz y la convivencia social. En La ley humana la persona infractora sufre las consecuencias de lo que ha hecho. Pero no puede aplicarse en la práctica a todas las faltas; castiga más especialmente aquellas que causan notorio daño y perjuicio a la sociedad o a las personas.
La ley divina no deja impune ningún desvío de sus normas. Tanto en las cosas pequeñas como en las grandes el hombre siempre es y será responsable y no tendrá impunidad su conducta, pues el mismo pecado produce el daño en la persona que peca. Esto le hace sentir la diferencia entre el bien y el mal y la necesidad de mejoramiento espiritual, para vivir plenamente la gracia espiritual de la vida. El arrepentimiento y la contrición son absolutamente imprescindibles para purgar las faltas. Por estas faltas a la ley divina, no hay cárcel, pero hay misericordia y gratuidad infinitas, según lo quiera el pecador. El perdón no lo da el Estado, sino Dios.
Las teorías sobre el Derecho natural y la ley natural tienen dos vertientes analíticas principales relacionadas, por una parte, con la ética y por la otra, con la  legitimidad de las leyes. La teoría ética del Derecho natural o de la ley natural parte de las premisas de que el hombre es un fin en sí mismo, los humanos son racionales y desean vivir y vivir lo mejor posible. De ahí, se llega a la conclusión de que hay que vivir de acuerdo cómo somos, de acuerdo con nuestra naturaleza humana. Es decir no contra la naturaleza. La teoría del Derecho natural ha contribuido a dar a luz a las teorías de los  Derechos Humanos y los derechos fundamentales, fundados en la naturaleza humana. Están contra ella los vicios antinaturales: adición, prostitución, alcoholismo, etc., y todas las acciones del hombre que matan o degeneran su naturaleza. Por ejemplo la conducta sexual: bien homosexualismo o prostitución. El sexo solo debe ejercerse para la procreación. Debido al mal uso del sexo, hay más de 40 enfermedades sexuales.
La ley canónica es la ley de la Iglesia. El Código de Derecho Canónico es la compilación oficial de leyes de la Iglesia Católica. La palabra "canon" procede del griego: "regla" y se refiere a una ley eclesiástica. La ley canónica trata sobre toda materia que se refiera a la misión de la Iglesia y a las relaciones entre personas en la misma. El actual Código de Derecho Canónico lo promulgó el Papa Juan Pablo II el 25 de enero de 1983.

Las leyes de la física, finalmente, y dentro de la ley natural, rigen una ciencia que estudia las propiedades del espacio, el tiempo, la materia y la energía, así como sus interacciones. Y aunque no tienen relación con las demás leyes que rigen al hombre, no deben ser desconocidas porque afectan la vida humana, y pueden producir inclusive el final del planeta Tierra, como está pasando actualmente por la acción del hombre contra la naturaleza. No podemos decir que estas leyes se presentan cuando Dios está furibundo con el mundo. Se cumplen porque se cumplen, pues así lo ha establecido su Creador, para todo el cosmos. Sólo un milagro puede detener o suspender la ejecución de una ley física.

Algunos datos interesantes: La Biblioteca del Congreso, tiene decenas de estantes llenos de leyes. Pero las leyes vigentes, llamadas el derecho positivo, caben en menos de un metro en una sola tabla de un estante.
Dicen que el expediente del asesinato de Álvaro Gómez, tiene 300.000 folios. ¿Quién se leerá eso?
La impunidad que deja la Rama del Poder Judicial en Colombia es infinito. Cito este resumen sobre el Palacio de Justicia:
EL PALACIO DE JUSTICIA
Una tragedia colombiana de 1985
 Por Ana Carrigan. Traducción del inglés de Clorinda Zea.
Resumen tomado del epílogo de Constanza Vieira
·      De 244 sobrevivientes del holocausto, más de 50 fueron amenazados de muerte. El equipo de Medicina Legal que intentó reconstruir los hechos, fue también amenazado de muerte.
·      Las cuatro salas de la Corte Suprema de Justicia quedaron desintegradas. Más de 6000 expedientes fueron destruidos.
·      La muerte de los magistrados no terminó con el holocausto. Fueron posteriormente asesinados: Hernando Baquero Borda, Enrique Low Murtra… En resumen: 270 funcionarios de la rama judicial fueron asesinado, 38 desaparecidos, 442 amenazados, 107 sufrieron atentados y 41 fueron secuestrados.
·      Los que salieron vivos del holocausto, es posible que quisieran aparecer como muertos, para ganar una indemnización.
·      La fuerza pública no cuidó a los que salieron vivos.
·      La fuerza pública no puede hacer una guerra a muerte, porque contradice su juramento oficial, que le da el carácter de cuidar la vida, honra y bienes. Está para defender la Constitución, pero esto no da derecho para declarar la guerra a muerte, como lo hacen los terroristas.
·      El libro de Carrigan está dedicados a los desaparecidos de la cafetería del Palacio: 2 de ellos fueron vistos saliendo del Palacio. Uno de ellos fue identificada en la fosa común 16 años después del holocausto. Y ocho más desaparecieron sin dejar huella.
·      Al holocausto confluyeron  varias fuerzas que hicieron imposible aplicar la justicia: los del M19, los narcos y las fuerzas armadas. Los abogados de los sobrevivientes y desaparecidos complicaron más los expedientes.
·      Los procesos no pudieron desarrollarse normalmente. La Corte en general y el Consejo de Estado no tenían donde funcionar.
·      La prensa no ayudó en el proceso a formar una opinión pública al respecto de la responsabilidad del Poder Ejecutivo, las fuerzas armadas y el Poder Judicial.
·      Todo contribuyó a crear una confusión total. Los responsables podríamos decir que somos todos los colombianos.
·      El nuevo presidente de la Corte, Fernando Uribe Restrepo,  quién reemplazó a Reyes Echandía, muerto en el holocausto, dijo: “… Hemos retrocedido en la Historia los 100 años que ya tiene la Constitución.” Se refería a la constitución de 1886… (y no a la de 1991), porque el holocausto fue en 1985.
·      Dice finalmente el epílogo: “Posiblemente la justicia , como institución, quedó herida durante una generación completa, y las cifras de la impunidad en los lustros siguientes, lo atestiguan. (El epílogo se escribe en 2009, 24 años después del holocausto). Si había en ese momento  unas doscientas desapariciones forzadas, hoy la Fiscalía General tiene denuncias por 50.000.
El Palacio de Justicia, Una tragedia colombiana, de Ana Carrigan. Periodista colomboirlandesa dedicada durante estos últimos 30 años a trabajar sobre temas latinoamericanos, en especial Colombia y América Central. Icono Editorial, 2009, ISBN 978-958-8461-06-09. Primera reimpresión, enero de 2010.         

martes, 12 de julio de 2011

CUENTOS CORTOS # 9



El amor puro


Hoy, se me vino a la cabeza cómo es el amor puro y eso me trajo a pensar en Delfín Castañeda, un viejo campesino que ya debe estar bajo tierra y que en la primera violencia, en Colombia, (mitad del siglo XX), le pregunté: Qué sentía por mí, siendo liberal y él conservador. Se sonrió. No dijo nada. Creo que levantó los hombros y siguió con la carreterilla llena de tierra, para sembrar alcachofas. Unos metros más adelante paró y se devolvió y me dijo: “En Sopó, somos godos… en las elecciones pasadas votamos por Laureano Gómez, todos, sin excepción. ¿Pero sabe qué? Nos reunimos en el pueblo porque El Diablo, que es el único liberal, iba a votar por Jorge Eliécer Gaitán, el cachiporro de la mamola. Pero resulta que nos reunimos con él en la tienda y le compramos una canasta de cerveza… ¿Y su merced sabe por quién votó? Pues por Laureano.
Reímos un buen rato los dos. Ninguno se explicaba la importancia del voto. Él pensaba en las alcachofas, y yo en estas gentes de Sopó, sumergidas en una naturaleza tranquilla. A veces tan tranquilla que daba pereza tener pereza. Tomaba mi bicicleta sin rumbo, y me sentaba en las riberas del río Teusacá, que nace detrás de Monserrate, a pensar. Y pensaba qué tal que todos tuviéramos amor puro, presente siempre, con la sencillez que tienen los campesinos, como Delfín Castañeda. Luego de un tiempo él me decía, que El Diablo, el único liberal, tenía un respeto y una solidaridad por sus coterráneos que estaba por encima de sus intereses liberales. Me lo dijo, cuando traté de criticar su actitud. ¡Somos un solo pueblo! No vale la pena discutir por personas que sólo conocemos por el radio, (refiriéndose a Laureano y a Jorge Eliecer). Creo, me dijo, que El Diablo pensó en los demás, y concluyó que somos en Colombia una sola persona.
¿Una sola? ¡Qué va! Dije para mis adentros, haciendo un recorrido actual sobre la diversidad de tipos, desde el guerrillero y el paramilitar, hasta el narco. Ahora somos varias personas, cada cual son su tema propio, y una especie de coctelera de ideas. Si fuéramos, como dice Delfín, una sola persona, tendríamos amor puro. Porque la gente del pueblito, que era entonces Sopó, sentía la vida como lo máximo. Un ser con vida era suficiente para hacernos sonreír, tener con quién hablar, con quién decir, vivo y ya. Y pensar en los demás es muy importante, como lo sentí en ese tiempo, porque el amor puro es así.
Ya no cuenta entonces lo que nos enseñó El Diablo, el único liberal de Sopó. Somos una sola persona en esa tierra bendita, que sólo se personifica cuando se encuentra con otra, para decir: ¡Adiós!, agregando el nombre propio, porque todos nos conocíamos, y todos somos uno. El amor puro de Dios, tal como lo siente Delfín Castañeda, está por encima de nuestra mente. Ningún científico, por inteligente que sea, podrá cambiar con la mente la verdad de la vida, fundada en ese amor puro. Por una razón sencillísima: solamente la fe nos puede descubrir la divinidad en nuestro interior. Solamente la fe, nos acompañará al momento de morir, cuando estemos frente al que nos hizo, y por la fe podamos trascender a la otra vida. Que se sepa, los científicos han profundizado en lo material, en el cosmos, es decir, en lo que se ve. En lo que podemos investigar en la mesa del laboratorio. Pero en lo que no se ve, les gana a los científicos un humilde campesino, sin estudios, que utiliza la fe para integrarse con la naturaleza del campo, y la naturaleza le da una sabiduría que no tienen los urbanos, estos que tenemos corazón de concreto y que vivimos en edificios, con electrodomésticos, Internet, televisión y JPS. Delfín es quién sabe cuándo va a llover sin consultar con el HIMAT, cuando sembrar, cuando va a crecer el río, cuando tiene que cambiar de cultivo, en fin, sin haber estudiado, y a través de la fe, la conexión con la naturaleza, lo llena de amor puro, donde está la divinidad, para el encuentro final con Dios. Tiene la llamada fe del carbonero, que le dice a Dios: lo amo y ya. Y esto, parece bobería decirlo, porque Dios está en la naturaleza, fue su creador, y es lo que se mete por los ojos de Delfín. Por eso ayer estuve mirando el atardecer. Miré los árboles. Las flores que crecían en el jardín vecino. Me encontré con dos copetones jugando, y al pasar la calle vi una hormiga que transportaba una hoja, detrás de sus compañeras. Por la noche salió la Luna. Me sentí viajando por el cosmos en un inmenso pájaro que “llaman tierra”. Y me senté con el propósito de hacer ZEN... cerré los ojos... respiré profundo... y me encontré con Dios... Y vale recordarlo, porque Dios es esa naturaleza que me hizo vivirlo, comprendí que es el creador, y que Él crea a través de mí, y de todos los hombres que utilizan la fe para conversar con Él y ser su instrumento. Y me entristecí cuando vi a mi vecino mirando por la ventana de su edificio, a ver si no le habían robado el carro, estacionado en la calle. Ya me había contado además, que se le había fundido la TV y el Internet, y que no tenía nada que hacer. Mi vecino es concreto puro. Es urbano a morir. ¡Pobrecito! No ve si no lo que se va a acabar, lo finito, lo corruptible. Y yo rezo por él, a ver si logro que trascienda, unido a las cosas infinitas, que sólo se ven con los anteojos de la fe. Un día después, murió, y yo acompañé a la familia con sus cenizas a un río de la Sabana, yendo para la población de Guasca, cerca de Sopó. Las echamos en las aguas puras del río Siecha y las vimos irse, como nos iremos todos, de regreso a la tierra. ¡Qué cosa! ¡Todo parece fácil! Es la violencia lo que hace difícil esta vida pasajera, que casi nadie sabe vivirla, llevando una simple carretilla para sembrar alcachofas, con una sola manera de ser, y un solo saludo: ¡Adiós, patrón! Que desbarató ese odio de clases que formaron las ideas socialistas… y que siguen haciendo del campo un lugar inhóspito, que se vuelve vida sólo cuando descubrimos la naturaleza, con un corazón puro. El mismo que tiene Delfín.

CUENTOS CORTOS # 9

El amor puro

Hoy, se me vino a la cabeza cómo es el amor puro y eso me trajo a pensar en Delfín Castañeda, un viejo campesino que ya debe estar bajo tierra y que en la primera violencia, en Colombia, (mitad del siglo XX), le pregunté: Qué sentía por mí, siendo liberal y él conservador. Se sonrió. No dijo nada. Creo que levantó los hombros y siguió con la carreterilla llena de tierra, para sembrar alcachofas. Unos metros más adelante paró y se devolvió y me dijo: “En Sopó, somos godos… en las elecciones pasadas votamos por Laureano Gómez, todos, sin excepción. ¿Pero sabe qué? Nos reunimos en el pueblo porque El Diablo, que es el único liberal, iba a votar por Jorge Eliécer Gaitán, el cachiporro de la mamola. Pero resulta que nos reunimos con él en la tienda y le compramos una canasta de cerveza… ¿Y su merced sabe por quién votó? Pues por Laureano.
Reímos un buen rato los dos. Ninguno se explicaba la importancia del voto. Él pensaba en las alcachofas, y yo en estas gentes de Sopó, sumergidas en una naturaleza tranquilla. A veces tan tranquilla que daba pereza tener pereza. Tomaba mi bicicleta sin rumbo, y me sentaba en las riberas del río Teusacá, que nace detrás de Monserrate, a pensar. Y pensaba qué tal que todos tuviéramos amor puro, presente siempre, con la sencillez que tienen los campesinos, como Delfín Castañeda. Luego de un tiempo él me decía, que El Diablo, el único liberal, tenía un respeto y una solidaridad por sus coterráneos que estaba por encima de sus intereses liberales. Me lo dijo, cuando traté de criticar su actitud. ¡Somos un solo pueblo! No vale la pena discutir por personas que sólo conocemos por el radio, (refiriéndose a Laureano y a Jorge Eliecer). Creo, me dijo, que El Diablo pensó en los demás, y concluyó que somos en Colombia una sola persona.
¿Una sola? ¡Qué va! Dije para mis adentros, haciendo un recorrido actual sobre la diversidad de tipos, desde el guerrillero y el paramilitar, hasta el narco. Ahora somos varias personas, cada cual son su tema propio, y una especie de coctelera de ideas. Si fuéramos, como dice Delfín, una sola persona, tendríamos amor puro. Porque la gente del pueblito, que era entonces Sopó, sentía la vida como lo máximo. Un ser con vida era suficiente para hacernos sonreír, tener con quién hablar, con quién decir, vivo y ya. Y pensar en los demás es muy importante, como lo sentí en ese tiempo, porque el amor puro es así.
Ya no cuenta entonces lo que nos enseñó El Diablo, el único liberal de Sopó. Somos una sola persona en esa tierra bendita, que sólo se personifica cuando se encuentra con otra, para decir: ¡Adiós!, agregando el nombre propio, porque todos nos conocíamos, y todos somos uno. El amor puro de Dios, tal como lo siente Delfín Castañeda, está por encima de nuestra mente. Ningún científico, por inteligente que sea, podrá cambiar con la mente la verdad de la vida, fundada en ese amor puro. Por una razón sencillísima: solamente la fe nos puede descubrir la divinidad en nuestro interior. Solamente la fe, nos acompañará al momento de morir, cuando estemos frente al que nos hizo, y por la fe podamos trascender a la otra vida. Que se sepa, los científicos han profundizado en lo material, en el cosmos, es decir, en lo que se ve. En lo que podemos investigar en la mesa del laboratorio. Pero en lo que no se ve, les gana a los científicos un humilde campesino, sin estudios, que utiliza la fe para integrarse con la naturaleza del campo, y la naturaleza le da una sabiduría que no tienen los urbanos, estos que tenemos corazón de concreto y que vivimos en edificios, con electrodomésticos, Internet, televisión y JPS. Delfín es quién sabe cuándo va a llover sin consultar con el HIMAT, cuando sembrar, cuando va a crecer el río, cuando tiene que cambiar de cultivo, en fin, sin haber estudiado, y a través de la fe, la conexión con la naturaleza, lo llena de amor puro, donde está la divinidad, para el encuentro final con Dios. Tiene la llamada fe del carbonero, que le dice a Dios: lo amo y ya. Y esto, parece bobería decirlo, porque Dios está en la naturaleza, fue su creador, y es lo que se mete por los ojos de Delfín. Por eso ayer estuve mirando el atardecer. Miré los árboles. Las flores que crecían en el jardín vecino. Me encontré con dos copetones jugando, y al pasar la calle vi una hormiga que transportaba una hoja, detrás de sus compañeras. Por la noche salió la Luna. Me sentí viajando por el cosmos en un inmenso pájaro que “llaman tierra”. Y me senté con el propósito de hacer ZEN... cerré los ojos... respiré profundo... y me encontré con Dios... Y vale recordarlo, porque Dios es esa naturaleza que me hizo vivirlo, comprendí que es el creador, y que Él crea a través de mí, y de todos los hombres que utilizan la fe para conversar con Él y ser su instrumento. Y me entristecí cuando vi a mi vecino mirando por la ventana de su edificio, a ver si no le habían robado el carro, estacionado en la calle. Ya me había contado además, que se le había fundido la TV y el Internet, y que no tenía nada que hacer. Mi vecino es concreto puro. Es urbano a morir. ¡Pobrecito! No ve si no lo que se va a acabar, lo finito, lo corruptible. Y yo rezo por él, a ver si logro que trascienda, unido a las cosas infinitas, que sólo se ven con los anteojos de la fe. Un día después, murió, y yo acompañé a la familia con sus cenizas a un río de la Sabana, yendo para la población de Guasca, cerca de Sopó. Las echamos en las aguas puras del río Siecha y las vimos irse, como nos iremos todos, de regreso a la tierra. ¡Qué cosa! ¡Todo parece fácil! Es la violencia lo que hace difícil esta vida pasajera, que casi nadie sabe vivirla, llevando una simple carretilla para sembrar alcachofas, con una sola manera de ser, y un solo saludo: ¡Adiós, patrón! Que desbarató ese odio de clases que formaron las ideas socialistas… y que siguen haciendo del campo un lugar inhóspito, que se vuelve vida sólo cuando descubrimos la naturaleza, con un corazón puro. El mismo que tiene Delfín.

domingo, 10 de julio de 2011

CUENTOS CORTOS # 8


EL PALOMAR DEL PRÍNCIPE

¿Príncipe, quién será Pedro de la Peña?, dijo Priscila. ¡Vaya el diablo a saberlo!, le respondí. ¡Oigan! ¡Esta es la firma de Simón Bolívar!, afirmó el señor Epilépti­co. El basurero movió afirmati­vamente la cabeza. (Era mudo). Aquí dice clarito: Tomás Cipriano de Mosquera, recalcó el señor Epiléptico. Y esta es la firma del Marqués de Torretagle, dije finalmente, recogiendo todos los papeles que estába­mos mirando en mi destartalado escrito­rio. Esto nos va a producir unos centavi­tos, pero no los podremos vender en el mercado de las pulgas. Esto es de echarle mucha cabeza.
Yo tenía mi buhardilla o zaquizamí en la Calle del Palomar del Príncipe, en el antiguo Barrio de la Candelaria del viejo Santafé de Bogotá, y aparte de dos o tres familias sobrevivientes de la desbandada que comenzó a finales de la década de los años treinta, no había sino raponeros y prostitutas en estos tiempos de Dios, cuando por una resolu­ción oficial y por un peculado que cometí, quedé relegado a la postración de una vida sin más recur­sos que una propia e ingenua manera de tumbar al prójimo: el hurto simple, sin violencia. Mi puesto oficial, de buró­crata irrefle­xivo y bestial, me había forjado una moral ancha, dúctil (que puede alargar­se, estirarse y adelgazar­se, como lo hacen los Nule y otros), camaleona­da (que cambia fácilmente de color), apenas propia para desarrollar embustes, tropelías, timos y atropellos, cometidos bajo el suave y aterciopelado encanta­miento de ese hurto simple, sin violen­cia.
Un vasto conocimiento de las chapas de los carros, de las llaves, de las alarmas y seguros, nos hacía expertos junto con mis amigos, para abrirlos en forma crono­métrica, y así poder sustraer el robo sin violencia alguna, con una precisión de reloj suizo. El despojo lo podíamos deposi­tar en cualquier casa del barrio, para lo cual había un acuerdo previo, con el fin de hacer el ocultamiento oportuno. Uno timbraba y alguien salía a guardar el despojo mientras nosotros volvíamos por él, cuando hubiera la seguridad para hacerlo.
Esto comenzó en la década de los años sesenta, y a esta época inicial del siglo XXI, el récord de  hurtos ha llegado al 100%, excluida la zona del Palacio de Nariño y del Palacio de San Carlos, por obvias razones.
Mis amigos, el señor Epiléptico, el señor Basurero y Priscila, desayunaban diaria­mente, en la Aguadepanelería de Doña Juana, desde donde planeábamos lo que íbamos a hacer cada día, que eran todos los del año, ya que trabajábamos en los festivos ordinarios y los festi­vos Emi­liani, a pesar del sino burócrata mío, por razones de salud y sobreviven­cia. La actividad es el único remedio contra la enfermedad de la abulia, la inapetencia, el aburrimiento y la muerte por inani­ción.
Nuestras conversaciones, aparte de las que teníamos con relación al nego­cio, eran muy triviales, por haber determinado de consuno no hablar de política; del ejecutivo y el congreso, por tenerlos tan cerca, y de la guerri­lla y el narcotráfi­co, por tenerlos tan lejos.
¿Dónde vives tú, señor Epiléptico? Aquí arribita, en la  Calle de los Suspiros. Bueno, y ¿qué tal es esa calle?  El señor Epiléptico me miró con sus ojos experi­mentados, pues el terreno que él prefiere es el de la conversación plana. Cualquier otra conversación, puede responderla con los ojos, que es con un "Vaya a burlarse de su abuela", que no necesita respon­derla por la boca.
La Calle de los Suspiros, contestó, siempre conserva su prestancia colonial. Allí los transeúntes pasan serios. ¡Mal­dita calle!, apenas hubiera razón para quererla, si alguna vez a sus ventanas se asomaran unos ojos bellos; y que hubiera piropos; y que hubiera macetas de flores en los balcones; que tuviera un pordiose­ro distinguido; un hombre mudo pensante, o con tic elegan­tes y graciosos; unos camiones decentes y unos carros lujosos; un bar con alfom­bra y finos muebles, y no estos restau­rantes de pacotilla; y una gente bien vestida, hablando en conver­sación plana del día, del dólar, de política y eco­nomía; y que en el altozano de la igle­sia de La Candelaria, se reu­nieran las damas y los caballeros a conversar, y fuera prohibido pasar de largo, como lo hacen los peatones grises y tristes de ahora.
¿Sabe qué le quitaría yo a la calle? Inmediatamente, me interrogó el señor Epiléptico. El letrero ese que dice Calle de los Suspiros en grande y en chico, tome Mejoral. Claro que el letrerito tiene su sentido. Uno no puede burlarse de esa calle, porque inmediata­mente se asoma todo ese montón de gente que ha muerto allí. Parece que se le vinieran a uno los muros con el rostro de esa gente. Se encuentra uno borracho sin saber por qué, mirando hacia las paredes con espan­to, la frente sudorosa, la razón perdida y el corazón mísero y frío, desdoblado en el asfalto, allí precisamente, hacia la esquina de aquel letrero que dice lo que ya dije: Calle de los Suspiros en grande, y en chico, tome ese calmante de los diablos!
El señor basurero es otro cuento. Es el hombre mudo. Pero es el hombre más impor­tante en las comunicaciones de nuestro  negocio de hurto simple, sin violencia. Con él hemos pasado momentos inolvidables en la aguadepanelería, aprendiendo todo el cúmulo de expresio­nes mímicas que él ha desarrollado para comunicarse y contar sus cuentos.
Nosotros lo torturamos. Le decimos: Bueno, ¿cuéntanos donde naciste? El se emociona todo, extiende los brazos señalando a toda la rosa de los vientos, porque él no sabe donde nació. Describe un palo y un cajoncito, donde se la pasaba. De más grande, sube la palma de la mano, se sienta como en un pupi­tre, y luego nos muestra dos dedos: segundo de primaria. Hace que ora, para su primera comunión. Sube la palma de la mano más, para repre­sentar como corteja­ba a su primera novia. Se pone en cuatro patas y brinca como un brioso animal. No hemos podido sacarle al respecto nada más, porque inmediatamente se tira al suelo y se hace el muerto. Creemos, que la novia murió montando a caballo. No tuvieron chinos, nos cuenta simulando mecer uno en sus brazos. De padre y madre, mueve su dedo índice, diciendo ¡no! Posiblemente fué pelafusta­nillo, porque nos pinta una especie de gallada comandada por él haciendo de gallina con sus pollitos.
Priscila es una vieja de pañolón envuelta desde la cabeza, que va a misa de cinco a San Agustín, y después atien­de en la Aguadepanelería de Doña Juana. El sábado y el domingo, se pone su mejor traje: una sudadera roja que le destaca perfecta­mente toda la redondez de su barriga. Viuda y ya sin hijos, porque todos se fueron, es la que nos acompaña al mercado de las pulgas de la Carrera Tercera con diez y nueve, para vender los despojos y conseguir la lana con destino a la sub­sistencia. Se manda un verbo que a todos encanta, y tiene una garra y una desen­voltura para enredar al cliente en su negocio, que todas las semanas nos vende todo el producido en un santiamén, y lo poco que le queda, lo negocia con los mismos vendedores pul­gueros.
La maleta del cuento era rectangu­lar, azul y bordes redondos en blanco, con sus herrajes dorados. Allí, la biznieta de Pedro de la Peña, había depositado la hoja de servicios de este Teniente Coro­nel de los Ejércitos de Colombia, asig­nado al batallón Junín. En ese tiempo, mediados de la década de los años sesen­ta, el Personero de Sopó, la había invi­tado a ver en la Biblioteca Luís Ángel Arango, en el Barrio de La Candelaria, la exposición de los Ángeles de la Iglesia de Sopó, restaurados por un conocido pintor.
Eran once los ángeles que habían permane­cido desde la Colonia en la nave central de la Iglesia, hasta que por el tiempo, se fueron oscureciendo de tal forma que era casi imposible verlos. Se le atri­buían a los pintores coloniales: a los dos Figueroas o talvez a Bernabé de Posadas o al taller de Zurbarán, que aún no se sabe, ni tampoco el día preci­so en que se avecindaron en aquella Iglesia. Lo cierto es que la apertura de la exposi­ción representaba toda una sorpresa para aquellos feligreses, que como la biznieta de Pedro de la Peña, nunca habían podido apreciarlos en vida, tal como eran.
Y los ángeles resultaron una belle­za. Eran hombres, pero no con cara de boxea­dores o de gladiadores, porque cuando es muy viril la referencia al ángel, se pierde lo angélico. Nos venían del barro­co colonial, bien parados en la tierra, con vestidos de telas sueltas y encajes, que dejaban ver parte de las piernas, exhibiendo una feminidad un tanto equí­voca.
Estuve con el señor Epiléptico en la exposición, mientras el hombre mudo hacía el trabajo en una camioneta Chevrolet, del año cincuenta y cinco, con chapas muy fáciles de abrir y sin ningu­na alarma. El chofer que llevaba a la biznieta de don Pedro de la Peña, pidió permiso de ver los ángeles, y esto fué lo que nos permi­tió tener éxito en nuestra empresa.
Mire el ángel custodio, le dije al señor Epiléptico. El ángel está con la figura de un niño. Mire a Uriel. Mire a Gabriel. En fin, hicimos una apuesta de mirarlos todos a ver si coincidíamos en el mejor. La verdad, teníamos el mismo gusto. Pero nos gustaba ponerlo a prue­ba. Sí, fué Rafael, "medicina de Dios", el grande arcángel de la biblia, guía y maestro del joven Tobías, como decía el catálogo de la exposición, el que más nos gustó. El claroscuro se utilizaba con notoria maestría, sobre todo en el pez que soste­nía con la mano derecha, los encajes, las calzas, el lampo o fogonazo de luz sobre las alas, le daban un atractivo indudable.
Nos estamos volviendo maricas, me dijo el señor Epiléptico cuando salía­mos, cuida­dosamente vigilantes de todos lo movi­mientos que hacía la biznieta de Pedro de la Peña, y su muy, pero muy culto chofer, (en realidad ni tanto, que no hubo pobla­dor de Sopó que no fuera a curar su curiosidad). De allí salimos por la maleta y la llevamos a mi zaqui­zamí.
La apertura, como la de ciertos despojos, la hacíamos con el transistor prendido a todo volumen y con una bote­llita de aguardiente. ¡Claro! Qué emoción nos embargaba aquella vez. Hasta que llegamos al descubrimiento de la hoja de servicios del Teniente Coronel. ¡Unos papeles vie­jos de 180 años! ¡Eso no sirve para nada!, gritó el señor Epilép­tico. ¡Un momento! exclamé, casi en un éxtasis: ¡Miren! ¡Miren! ¡La firma de Simón Bolívar! ¡Nos salvamos!
Desde la buhardilla vimos pasar la camioneta de la biznieta del teniente. Nos quedó un dejo de tristeza. Una lágrima vimos caer de sus ojos. Había intentado preguntar a los peatones. No existía ningún policía, y si lo hubiera habido, nada hubiera podido hacer contra nuestro sistema de hurto simple, sin violencia. Salimos a verla de cerca. ¡Mírela!, dijo el basurero con señas.
Un suspiro, una oración rezada casi con ira y una advocación: ¡Virgen del Carmen, ayúdame!, fué la estela que dejó en el aire al pasar por La Calle de los Suspi­ros, para luego perderse por La Calle del Palomar del Príncipe.

jueves, 7 de julio de 2011

CUENTOS CORTOS # 7


EL ESTADO NIÑO DEL YO

Por el monte verde, desparramados, iban los niños con los guías de la excursión formando aquí y allá grupos alrededor de un árbol, de una oruga, de un ciempiés, de un capullo, de un nido, de un arroyo, de una mata, en fin. Toda la caminata, desde su comienzo, había introducido a esos niños urbanos en un mundo extraño, desconocido, pero al fin como expresión de algo real; sí, miste­rioso pero eviden­temente concreto como el ciempiés que Lucía, de ocho años, molestaba con una ramita, para observar el movimiento sincronizado de esas miles de patas a un mismo tiempo. La euforia de los niños contrastaba con la pasivi­dad de los adultos ya acostumbrados al medio natu­ral.
Pedro había obtenido permiso de su patro­no para acompañar a Lucía a la caminata. Ese día estaba feliz porque por una buena razón no sólo descansaba, sino que podía profundizar en la conversación que sos­tuvo en días pasados con Raúl, el jefe de su oficina. Debes descender del estado padre del yo, al estado niño, le dijo Raúl. Pero qué es eso, preguntaba Pedro como abstraído, sin entender casi nada. Entonces Raúl le explicó sobre los tres estados del yo: el padre, el adulto y el niño. Le dijo que el estado niño es para sentir, para crear cosas como pintar, cantar, en fin, para danzar haciendo rondas, y sobre todo para reír porque se goza infinito con la vida por cualquier cosa por nimia que nos parezca. Debes descender a la altura de tu hija y penetrar todo lo que ella siente, respon­der todas sus preguntas, resolver todas sus inquietu­des, y tener su mismo estado físico  para moverse en la misma forma que ella lo hace.
Pedro se sintió abrumado, cuando supo que todo lo debía realizar además sin beber una pizca de trago. En su sano juicio hacer una ronda, por ejemplo, le parecía en extremo cursi. Raúl lo tomó de la mano en esa ocasión y lo hizo correr en círculo para enseñarle cómo bailan los niños de cinco y menos años. Al entrar otras personas a la oficina donde estaban haciendo ellos la ronda, hubo burlas, que el jefe supo subsanar metiendo a todo el mundo en la ronda. La orden hoy, dijo en forma perentoria, es regresar al estado niño del yo.
Pero todo está bien jefe, terminó di­ciendo Pedro, lo que sucede es que uno nunca está en la oficina en el estado niño del yo. Bueno, Pedro, eso tiene tanto de ancho como de largo, le respon­dió; supongamos que estamos en navidad, ¿no te parece que en esa época tú sien­tes el estado niño del yo, y lo llevas a lo largo de todo diciembre, y lo metes por donde quiera que has puesto la nariz? Bueno, sí, pero... No hay pero que valga, Pedro. Esta empresa necesita el estado niño del yo para muchas cosas relaciona­das con la creatividad por un lado, y por el otro, para que el trabajo sea un goce y no un suplicio; para que el tra­bajo se convierta en juego, y para que todo el mundo nos llame gocetas y no los petulantes hombres de la antipatía y del mal genio que ordinariamente somos. Porque somos extraordinariamente prepo­tentes y nos embarga esa terrible vani­dad masculina que es profunda, soterrada e incurable.
Por eso, y Dios me perdone, Pedro tenía cara de idiota el día de la cami­nata. ¡Estaba tan desadaptado a la mentalidad de Lucía! Y por si fuera poco su aspecto era el de un burócrata, igualito a los que recientemente quebra­ron a la Unión Soviética. Sin embargo no todo fue negativo a partir de la primera hora de caminata, cuando el estado anímico fue adaptándose a la situación, y regresó con Lucía cargado de hojas, flores e insec­tos.
Lucía había introducido su manita en la vieja y grande de Pedro y sintió el afecto puro y espontáneo de ella. En  su conciencia mágica había adquirido una especie de genio de Aladino que le hacía todo, le llevaba todo, estaba pendiente de ella y por primera vez todas sus preguntas y conversaciones eran absuel­tas y sostenidas hasta el final, sin el estribillo de "Estoy muy ocupado, pregún­tale a tu mamá".
Tú nunca te enteras de lo que pasa en la casa, Papi. Imagínate que con Fernando nos echamos entre el cemento de la casa vecina y a mamá le tocó lavarnos durante horas, porque el cemento se secó y nos afectó la piel.
¿Tú no sabes que se me apareció la Virgen María? Pedro hizo una fingida muestra de pavoroso asombro, tanto que Lucía lo calmó, lo sentó sobre la hierba del campo y ya cuando lo tuvo dispuesto a escuchar, le relató el cuento. Imagí­nate que llegué del colegio y entré al baño a hacer mis necesidades. De pronto sentí una voz que venía de la regadera que me dijo: "Yo soy la Virgen María, arrepiéntete de todos tus pecados. Imagínate, yo quedé de "catre", como se dice. Me subí los cal­zoncillos inmedia­tamente, y me arrodillé. Le conté a la Virgen que peleaba con mis hermanas, que decía malas palabras, que no le hacía caso a mi mamá. Después le recé el Ave María hasta que mi hermana mayor que estaba escondida en el cuartico de la regadera se rió.
Pedro puso cara de idiota por unos minu­tos, pero luego se rió a mandíbula ba­tiente, como se dice. Hubo un instante en el cual Lucía se puso seria, y lo recon­vino: Está bien que rías así, Papi, pero piensa que nos está viendo todo el paseo. Pedro quedó como en misa. ¿Te acuerdas, cuando tenía cinco años, de la época de los "Porqués"? Primero llegaba a donde mi mamá, ella me mandaba a donde ti,  tú me mandabas a donde Josefa, y esta a donde Teresa. Teresa, mi hermana mayor, presumía de intelectual, leía muchos libros  y le gustaba investigar sobre lo que yo le preguntaba. Y le dije: ¿Teresa, cuando yo me muera podré ir a Miami? Me respon­dió que cómo se me iba a ocurrir decir eso: ¡Te vas para el cielo, y ya! Me explicó con palabras difíciles todo lo que es la muerte; cómo el cuerpo se desprende del alma, o viceversa. El cuerpo no puede viajar a Miami, porque se queda en la tierra; en cambio, el alma se va.
La explicación de Teresa no me convenció mucho, aunque ella se esforza­ba can­tidades en hacerme ver por todos los medios el problema. Me repetía y me repetía, una y otra vez, el proceso de la muerte, y nada. Teresa, le dije final­mente ya cansada de oír su explica­ción: ¿Tú no sabes que Dios está en todas partes? Se produjo un lapso de silencio en el cual ella se quedó muda. Si Dios está en todas partes, concluí, y el alma va a Dios, ¿cómo es que no puedo ir a Miami?
Otro día le puse a Tere (Teresa) otro problema mayúsculo. Tere, le dije, imagí­nate que dos señores van caminando por el cielo y de pronto se encuentran con un hueco; ¿qué pasa si se caen? Ella me hizo como tres horas de explicación, que las leyes de la física, que la gravedad no existía allá, en fin, una diferenciación entre materia y espíritu complicadísima. El problema es que Tere no logró conven­cerme de nada. Yo insist­ía en lo mismo, Papi. Inclusive, no te lo pregunté, porque sabía que la discu­sión daba para rato. Ni tú, ni mamá, ni Josefa y menos Tere. Finalmente, me tocó decirle: ¡No sea bruta, Tere, los astro­nautas!
En otra ocasión Tere le estaba escribien­do al novio que se había ido para un kibutz, en Israel. Llegaba del colegio y siempre se sentaba en el comedor a escri­birle a Mauricio, como él se llamaba. Se demoraba horas de horas haciéndolo. Yo me cansaba de mirarla, hasta que un día se me ocurrió decirle que por qué no me dejaba escribirle algo. Me alcanzó una hoja y un lápiz, y yo me senté a pensar. Papi, imagínate, por primera vez en mi vida supe que tenía cerebro y que el cerebro era para pensar. Yo trataba de mirar para dentro de mí y de verdad que no podía encontrar nada. ¿Sabes qué es una idea, Papi? Como un ratoncito y yo me iba detrás de él, como si fuera una gata, y nada. Y pasa­ban las horas y no escribía nada. Lucía, ¿qué te pasa? ¿Por qué no puedes? Le respondí: ¡Es que mi mente no piensa!
Que yo dijera esto, le aterró a Tere. ¿Cómo así? Imposible, si tú eres in­teligente, eres curiosa y aquí en esta casa, todo el mundo sabe que esa pregun­tadera tuya es inteligencia; porque piensas precisamente, es por lo que se te ocurren las preguntas. Tere me estuvo explicando todo respecto a mi cerebro además, y hasta me enseño una cosa ho­rrible que nunca se me olvidará: la masa encefálica.
Y pasó el tiempo nuevamente y yo per­seguía, como una gata el ratoncito de las ideas, y nada. Me estaba bien quie­ta, bien concentrada, con los ojos hacia adentro, pero nada. Esto desesperó a Tere. Hasta llegó a hacerme un gesto  de desagrado. ¡Es que no puedo creerlo!, dijo. De pronto apareció algo dentro de mi cerebro, era un animalito, así como un ciempiés, y me dijo: Lucía, ¡tú estás pensando en nada! Ya, lo tengo le dije a Tere: Yo creo que mi mente si piensa, ¡pero medio chimbo! Mejor dicho: ¡en nada!
Una vez, ¡huy! eso sí fue muy divertido, mi mamá estaba histérica, o pasando por esos momentos de depresión que le dan a ella a ratos. ¡Claro!, en esa casa tan grande que vivimos, con cinco alcobas, dos salas, cinco baños, el arreglo y el orden son dos cosas que la sacan de quicio. Nos llamó, mientras ella a­rreglaba los cinco clóset, y nos dijo: ustedes nunca ayudan a nada, ¡ni ordenan, ni barren, ni lavan, ni nada!, dijo casi fuera de sí. Nunca, hasta entonces, le conocí una depresión más grande. Claro que tú lo sabes bien, cuando mamá regaña es bien cansona, porque coge una can­taleta sobre lo mismo con las mismas, que hasta el Santo Job explota. ¡Eso me pasó a mí! Yo ya estaba harta con la tal retahíla de repeticio­nes que no me quedó más remedio que decirle: ¡Pobre víctima!
Todos soltaron la carcajada, y mami entonces tomó la escoba para darme, pero me le escapé y el golpe partió el mango de la escoba. Mira, Papi, mamá tiene mucha correa porque yo no sé que me pasa, pero cuando ella me regaña a mí me da una risa nerviosa que la exaspera más, yo creo que con toda la razón; llega a decirme: ¡Si te ríes, te desbarato!
Pedro lloró de la risa. Papi, contrólate, le dijo Lucía, que estamos en el paseo y todo el mundo te mira. Dime una cosa, ¿no puedes cambiar de cara? Pedro se quedó súpito. No tengo otra que esta, le res­pondió sorprendido. Es que no sé, pero me parece que hoy estás actuando como no eres el que eres. Y ¿cómo es que soy el que soy? Bueno Papi, gruñón, siempre ocupado con el periódico o con el canal de los depor­tes; de vez en  cuando  un cariño, un melindre, un retozo breve, y luego, indefectiblemente, una orden perento­ria: ¡Vete a jugar con tus cosas que papá está ocupado!
Otra vez, mis hermanas estaban con sus amigos en la sala y bajé yo cogida de la mano con Fernando. Como ellas me llevan como siete años, la tomaron conmigo todos: ¡Desde cuando Lucía con novio! Yo protesté, pero ellos siguieron con la cantaleta. Fernando se puso rojo, rojo, y yo bravísima. Y cuando va a ser la boda, y a dónde se van de luna de miel, y el trousseau, y  dónde van a irse a vivir la vida, en fin. Creo que estallé y les grité durísimo para ca­llarlos con su sobantina, que ya me tenían hasta las cachas: ¡Déjenme di­sfrutar de mi niñez! ¿Para qué novios a estas alturas?
Pero mi peor embarrada fué un domingo. Era la primera vez que iba el novio de Tere a la casa, y mami accedió a preparar un ajiaco, para lo cual Tere y Josefa invitaron sendos amigos. Todo iba bien hasta el momento en que Fran­cisco, el amigo de Tere, en forma muy discreta le preguntó donde quedaba el baño: Al fondo a la izquierda, dijo Tere. Yo acababa de salir del baño y entré cor­riendo y di­ciendo: ¡Se acabó el papel toilette... se acabó el papel toilette!
Y la vez que le descubrí a uno de los novios de Tere un anillo. Oiga Tere, usted ¿qué hace saliendo con un hombre casado? Ellos dos se miraron con disimu­lo y resolvieron seguirme la corriente. Es que yo soy casado, Lucía, me dijo el amigo de Tere, y me echó una historia reforzadísima, con la tragedia de la separación, tres hijos, y la descri­pción de un triángulo amoroso, que hasta lloré. Mientras tanto ellos se divertían de lo lindo, con ser que ninguno pasaba de los quince años.
Mami, Tere está saliendo con un hombre casado, ¿lo sabías? Y le eché todo el cuento con pelos y señales. Mami y Tere hablaron delante de mí, y mami decía: ¡Cómo se les ocurre decirle a Lucía esas mentiras! Y ya cuando quedó aclarada toda la verdad, yo resolví sacarme el clavo el día que volviera el amigo de Tere a hacerle visita. Efectivamente, cuando estaban los dos solitos en la sala, llegué y me les chanté enfrente: ¡Yo sé por qué tiene el anilloooo! ¡Yo ya sé que su papá se murió! ¡Yo sé por qué tiene el ani­lloooo! ¡Era el de su papá!
La caminata llegó a su fin y se reunieron todos en fila india para tomar el bus de vuelta. El paseo había sido un hermoso encuentro con la naturaleza, y creo que Pedro podría agregar: ¡Con la naturaleza y con la vida!
El lunes siguiente, Raúl, el jefe de Pedro, lo tomó del hombro para decir­le: ¡Te noto muy cambiado, Pedro! Él se quedó un instante y le respondió con una cara de “yo no fui”: ¡Es el estado niño de yo!

miércoles, 6 de julio de 2011

CUENTOS CORTOS # 6

EL HUMO DEL CIGARRILLO

(Recuerdos del abuelo)

Después de cada punto seguido botaba un cúmulo nimbos y luego, al igual que los barcos de guerra, cañona­zos aislados hacia un enemigo intempo­ral. Siempre en esa batalla lo envolvía además de su soledad, el olor a lirios que le traía la tía Chaba. Olor a viejo, a humedad de osario y una mirada, la de la persona que se despide de la vida, con una sensación de paredón y de redoble de tambores.
Su silla hacía poco tiempo había pasado a ser una parte de la ubicación espacial que se dio cuando cumplió los ochenta años y le prohibieron caminar como conse­cuencia de su locura senil: Alzheimer. Quería volver a Cachimbulo, su antigua encomien­da, en carro, a pié, en lo que fuera, y por este motivo se había perdi­do muchas veces, tanto que hubo que ponerle una vigilancia especial. Le condenaron la puerta de la calle y en protesta nunca más volvió a abrir la boca. Lo incomunicaban con los suyos; y en una especie de Ley del Talión, su respuesta a ese encierro, fue  callar para siempre, ni una sílaba le volvieron a oír. ¡Ni “mu”!
El médico accedió a dejarle el cigarri­llo; era lo único que lo ataba a la vida. Fumando pienso y espero, solía decirle a uno con los ojos, como discul­pando su vicio. Este poco de humo es lo que me queda. Se acabaron conmigo esos hombres de antes que tenían voz de trueno en su casa, pensaba en voz alta. Que aún enfermos, como yo, parecían leones dormidos, vigi­lando ese territorio de la encomienda de los tiempos de la Colonia, y ante quién el más fiero hincaba la rodilla.
Su rostro vetusto hacía mohines con una infinidad de arrugas cinceladas en acero. Su mano anquilosada, semejante a un arcabuz verdoso del que salían volu­tas de humo como palabras, servía para hacernos admoniciones con el índice: con tristeza expresaba la nostalgia de la pérdida de los valores: la hombría de bien se fué. Las máquinas lo han reem­plazado todo. Se fueron los caballeros, se acabaron los hogares que eran cate­drales, con almas forjadas en acero y  corazón de oro.
Había nacido apenas 30 años después de que Bolívar murió y casi alcanzó a llegar a la mitad del siglo XX, mirando sin entender mucho de lo que pasaba. Los adultos que le rodeaban supongo que eran como fantasmas, porque sólo nos atendía a los niños que como yo, llegábamos a mirarlo como una curiosidad inucitada. A nosotros dirigía su vista y su vieja mano solía posarse en nuestra coronilla, y nos regalaba sus sonrisas que misteriosamen­te se parecían más a las nuestras que a las de los adultos.
Un día los adultos, con la tía Chaba a la cabeza, resolvieron hacerlo hablar. Lo mortificaron muchísimo. Le jalaban las barbas, se burlaban de él de mil maneras. Lo paseaban en la silla de ruedas a toda velocidad de un cuarto a otro, o lo hacían girar como un ringle­te. Pero nada. De su mutismo, lo máximo que lograron sacarle fueron sus sonrisas de niño, que al fin y al cabo eran para decirles a los adultos que aceptaba sus juegos, pero sin hablar. El era un hombre de carácter, ¿o qué creían?
En su cuarto había un cuadro al óleo, en pergamino. Estaba allí dibujada su haci­enda. A los niños nos gustaba mostrárse­lo, porque se emocionaba mucho y hacía el ademán de hablar; cuando ya iba hacerlo, nos golpeaba con su mano  huesuda en la coronilla y lloraba. Quedábamos en misa.
Un día lo bajamos a la sala de su casa donde había otro cuadro que le llamaba la atención: conseguimos sacarle una frase completa. Uno de nosotros le preguntó que quién era ese tipo que estaba ahí. Le sacamos que era uno de los edecanes de Simón Bolívar. Otro día frente al mismo cuadro, nos mencionó como se llamaba una de sus condecoracio­nes: “A la lealtad de los más bravos”.
Los niños estábamos orgullosos frente a los adultos: nosotros sí podía­mos hacer hablar al abuelo, por lo menos con los ojos. Pero fué la tía Chaba la que nos aguó un buen día nuestro récord, le gritó: abajo el partido liber­al, y el viejo se paró de la silla para regañarla. Hubo conmoción ese día. Tanto que el médico tuvo que prohibir que los adultos le gritaran lo que había dicho la tía Chaba. Un buen día lo van a dejar ustedes como un pollo, fué lo que les dijo. Y santo remedio.
Ayer, no más, se fué el abuelo. Los niños estábamos jugando con él. Nos gustaba abrirle la ventana para que las palomas del solar de su casa entraran a saludar­lo. Le poníamos un plástico en su canto, con boronas y allí llegaban a pasar el rato con él, mientras nos regalaba sus sonrisas  y el consabido golpe en la coronilla que significaba: sean como yo, tengan carácter. Se despi­dió de las palomas una por una, y luego lo hizo con nosotros. Con su bastón dirigió toda la operación de cerrar la ventana  y nos echó del cuarto con un gesto imperativo muy propio de él, es decir, sin apela­ción. Nos asomamos por el borde de la puerta, casi sin dejarnos ver. Había prendido su cigarrillo. Por el rabillo del ojo nos espiaba sonrien­te. Su rostro, con sus dos ojos hundidos en medio de espesa barba tenía una expresión de amor; botaba sus cúmulos nimbos hacia arriba o al igual que los barcos de guerra, cañonazos aislados hacia un enemigo intemporal. Su vida en ese mo­mento era humo, y entonces el humo era un poco más que nada.
  El abuelo se fue sin más. Los adultos digieron ¡por fin! Y nosotros, los niños, lloramos, si no con lágrimas, sí con el alma. Se fue el viejo, y nos dejó su corazón envuelto en esa nube de cigarrilo que no entendíamos, una nube del pasado que no perdona, pero enseña lo grande que es el alma humana, cuando tiene carácter, un corazón puro y una manera sabia de ser como fue, siempre igual, siempre fuerte, tal cual fue.